LUKE nº 181 noviembre-diciembre 2017

R. Rayarù

El último asalto

boxeoardiluzu
Foto: ©ardiluzu

Nous avons voulu vivre, il en reste des traces;
nos corps au ralenti sont figés dans l'attente.

M. Houellebecq

(Hemos querido vivir, quedan trazas de ello;
Nuestros cuerpos aletargados se suspenden a la espera.)

Hay veces que nos toca encajar más de la cuenta. Involuntariamente bajamos la guardia. Cansados, nos distraemos a momentos —sin saberlo, algunos de esos momentos son cruciales—. Perdemos los puntos de referencia. No dosificamos bien la energía restante. Erramos los juicios de valor —incluso aquellos estéticos—. Bastan fracciones de segundos para perder el control de la situación y luego, sorprendidos, nos preguntarnos por lo ocurrido. Como si el protagonista de esa contienda fuese otro y nosotros mirásemos la escena desde afuera. Como una voz fuera de campo que oímos sin querer —confundiéndola incluso, con un molesto rumor de fondo—. Como si leyéramos irreconocible, nuestra propia historia escrita en las páginas perdidas de algún libro de segunda mano o en un viejo manuscrito borroneado, ya casi ilegible. Qué sería de nosotros si no fuésemos esa tremenda contradicción que nos pugna incontrolada dentro. Al menos dos fuertes pulsaciones. Ideas antagónicas que chocan ferozmente dentro de nuestro ser, en las que nosotros, inexplicablemente creemos. Indistintamente según el momento o la conveniencia. Justificándonos hasta el ridículo o en el peor de los casos: hasta la exasperación, y en ese estado incierto, aguantamos lo que venga. Encajamos golpes en silencio. El secreto, piensan algunos, está en el equilibrio. El equilibrio del poeta en la cuerda floja —digo yo—, que no es: no acción. Un equilibrio en constante tensión, siempre listo para entrar justamente en acción en cualquier momento. Justo antes de que suene la campana —aunque de hecho, en esa situación probablemente nadie toque la campana—, ni nos advierta de los peligros a los cuales estaremos expuestos. Ni siquiera esté mirando a la espera de algún movimiento improviso. Nadie, en realidad está pendiente de ninguna acción nuestra —por mínima que sea—, y si lo hubiera, nos dejaría naufragar tranquilamente, creo yo. Por lo tanto al poeta no le queda otra opción que batirse solo. Jugarse la vida en ello. Todos en alguna medida somos ese poeta. Constantemente en un equilibrio precario. Inestable. En una tensión permanente entre la vida y la muerte, aunque no lo sepamos o no queramos reconocerlo. Pero pasemos al asalto. Basta de filosofía barata.

El cansancio acumulado les pasa factura. Dan un par de saltos con el cuerpo tenso en un bloque único y compacto apenas articulando los tobillos. Uno frente al otro se miran los propios guantes. Se dan dos golpecitos en los abdominales —para tonificarlos—. Cruzan indirectamente sus miradas recias. Durante unos segundos mutuamente se fijan a los ojos, alzan nerviosas las aletas de las narices. La frente acusa ya las primeras gotas de sudor, aunque en realidad no sean producto del ejercicio, si no de la tensión. Luego se miran nuevamente cada uno los propios guantes, alternadamente: derecho e izquierdo, comprueban el cierre con los dientes. Tiran golpes al aire, seis o siete cada uno, rápidos, cortos. Violentos. Se relajan apenas, suena la campana, al unísono golpean los cuatro puños al centro del ring. Rápidos se separan contrayendo nuevamente todos los músculos del cuerpo a la vez. Los dos al mismo tiempo, como si estuviesen programados. Hacen una finta danzando solo con las piernas, con la cabeza bien soldada al tórax como un androide y casi sin mover los brazos, continúan la danza robótica hasta quedarse quietos como dos estacas plantadas en un terreno desolado. Una frente a la otra. Rayarù pega tres golpes en el aire, con agresividad pero sin verdadera intención de golpear a su adversario. Monsieur Houellebecq adivina sus intenciones, esquiva los golpes como un torero experto. Aprovecha la finta para arrinconar a su adversario contra las cuerdas. El chileno retrocede. Las energías de reserva le flaquean. Los brazos y las piernas le quedan lánguidos durante una fracción de segundo pero se recupera en seguida. Monsieur Houellebecq se da cuenta. Es certero. Atento. Fresco. Todavía lúcido. Adivina nuevamente: esta vez un hueco en la guardia justo antes de producirse y va fuerte sobre las costillas con toda su potencia —la poca que le queda en realidad—, pero a diferencia de su adversario, decidido a golpear y causar el mayor daño posible. Bien plantado en el suelo lanza un gancho izquierdo preciso en la boca del estómago del chileno. Otro derecho en el mismo punto. Acto seguido, otro izquierdo nuevamente allí, donde ya ha debilitado la zona y sabe que es donde más duele en ese momento. Realiza su rápida acción en apnea. Con los labios apretados y una concentración absoluta. Sin vacilar. Sin desperdiciar energía más que la necesaria para golpear con la máxima fuerza. Con todo el peso de su cuerpo. Después del tercer golpe descarga la energía restante con un grito corto a medio volumen. Perfectamente calculado. En ese momento un golpe en la cara puede ser fatal. Rayarù lo adivina —demasiado tarde o ya sin fuerzas para reaccionar—. Retrocede un pie, siente las cuerdas en sus nalgas y en las lumbares. Cuando lo apoya en la lona la rodilla no le responde como él esperaba, el tobillo le ha cedido —no es la primera vez que le sucede, recuerda—. Se distrae mirando su extremidad enclenque y dolorida durante una fracción de segundo —un segundo, sin saberlo, crucial—. “Ese maldito tobillo” —piensa incauto—, “maldito traidor” lo había llamado la última vez. Mientras miraba hacia abajo y sin darse cuenta, había distraído también las defensas, solo por una fracción de segundo, justo la que le bastó al francés para articular su ataque y desatar su ira. Durante la misma fracción de segundo en que el chileno despotricaba, un derechazo del francés, recto y potente, tomando velocidad desde atrás ya había partido adivinando los espacios y las situaciones favorables que se estaban produciendo durante esos precisos instantes, una detrás de la otra —como si anticipara los pensamientos de su contrincante—. La cabeza acusa el golpe meneándose como una marioneta desencajada. Cuando el brazo del francés retrocede la ceja izquierda del chileno parece un río de sangre. La mirada se le desvanece y siente un vacío en el estómago. En un último intento por salvarse, invoca a la Virgen Del Carmen —la patrona de Chile—, apenas moviendo los labios y sin convicción alguna. La protección de la dentadura salta por los aires con otro zurdazo del francés lanzado a la cara desde media distancia, definitivamente menos potente que el anterior pero igual de certero. Con la misma intensión que los golpes anteriores, pero esta vez, aprovechando incluso la sutil apertura que dejaron los labios al invocar el nombre de la patrona. Una lluvia de sudor y sangre le envuelve el rostro completamente ausente, el vacío se hace total. Todo su mundo en ese instante se le desvanece por completo. Monsieur Houellebecq da otro puñetazo pero su adversario está ya demasiado lejos, a media altura, en caída libre. El guante francés vuela por el aire sin control mientras una mueca de satisfacción se le dibuja en la cara; Rayarù en ese mismo momento está cayendo a tierra —como en cámara lenta—.

Los golpes en la cara duelen más allá de la superficie herida de la piel, de los tejidos rotos de la carne, de los huesos golpeados y de sus repercusiones internas hacia el resto de la osamenta. Un golpe de esta naturaleza es más jodido que todo esto. Naturalmente quien observa desde afuera se quedará solo con la superficie del daño recibido. A lo sumo con algo más imperceptible —muy poco en realidad—. Algo parecido a un golpe de corriente, que lo conecta durante fracciones de segundo a través de la sangre que brota caliente, con la herida profunda y a través de ella, con las repercusiones internas de los huesos más lejanos al impacto. El espectador será capaz de intuir esa profundidad, pero su percepción íntima de la realidad llegará hasta ahí. Será solo superficial, pero abrirá en todo caso, la gran dicotomía: realidad vs. ficción. El poeta, no está demás decirlo, vive permanentemente en esta dicotomía entre realidad y ficción. En ese equilibrio latente que mencionaba en alguna parte. Un pie aquí y uno allá, pero su peso específico —no solo poético—, está permanentemente des–balanceado hacia la ficción; nunca hacia la realidad. Para el francés en cambio es distinto. Ese dolor profundo lo conoce bien. Es el dolor que produce la poesía visceral. Para un poeta no es otra cosa que la interpretación de la vida misma y el dolor interno que eso, a su vez le produce. Su clave personal de lectura. —“Vivir Poéticamente” lo llamaba Huidobro, así, con mayúsculas—. Son los dolores fuertes, a veces terribles contra lo que combatimos cada día, por el solo hecho de vivir. —Todos somos en cierto modo poetas, como también ya se había mencionado al comienzo—. El dolor producido por encajar golpes y por permanecer, aunque tambaleando, de pie durante el resto del combate; o incluso por caer —que naturalmente está permitido—, pero ponerse luego de pie y continuar luchando hasta las últimas consecuencias. Conservando la propia dignidad —no estría demás agregar—. Houellebecq lo sabe. Lo ha vivido en su propia piel. En sus vísceras. En la profundidad de su cuerpo. Y por supuesto, en su propia búsqueda poética. No puede ser de otro modo. No existe otra fórmula. Él lo sabe bien y, además es lo que piensa en ese instante, justo después de golpear al chileno y, ver el cuadro abstracto de color rojo, fluido y viscoso que su adversario tiene tatuado en la cara en el momento de retirar el guante. Él sabe perfectamente por lo que está pasando el chileno en esos momentos, es también un combatiente —lo ha sufrido en varias ocasiones—. Y ese goce —producido después del golpe al vacío—, ese sufrimiento ajeno que alguna vez ha sido propio; aquel que se conoce como las líneas de las palmas de sus propias manos, es justamente lo que produce en él esa sonrisa des–dibujada, producto del mismo sufrimiento ajeno y no propio en este caso. Pero prosigamos con el desenlace del combate. El cuerpo pesado del chileno produce un boato seco al chocar contra la lona que se eleva sobre el griterío de la multitud, enmudeciéndola durante un par de segundos, para recomenzar luego con más fuerza. Inicio de la catarsis. Como estocada final: azota la mejilla derecha ya inconsciente, mientras sus ojos ausentes se quedan contemplando el vacío delante de sí —ese que antes sintió en la boca del estómago, luego en las vísceras y por momentos hasta en la médula de los huesos—; ese que ahora se le hace visible entre su cara húmeda y la lona polvorienta, testigo mudo de su derrota. Durante segundos, el silencio es total. De ultratumba. Pareciera que el público de algún modo ha podido observar ese mismo vacío a través de los ojos ausentes de Rayarù. El árbitro comienza la cuenta: 1 – 2 – 3 – 4 – 5 – 6 —el público vitorea a coro los últimos segundos— 7 – 8 – 9 – 10. El público de pie grita desaforado… La catarsis colectiva se ha desatado por completo. Rayarù no participa de la fiesta.