LUKE nº 181 noviembre-diciembre 2017

Francisco Javier Irazoki

Tres textos de: Ciento noventa espejos

190 espejos


50

Albert Camus define así a la persona rebelde: “Un hombre que dice no. Pero negar no es renunciar: es también un hombre que dice sí desde su primer movimiento”. Anoto en una página el destino que quiero darle a la palabra no. Cuento mis diecisiete frases iniciadas con una negación. Las pronuncio. No aprender gritos. No herir a los hombres diferentes, sino celebrarlos. No conocer los himnos con que se dibujan las fronteras de las razas. No condimentar con resentimiento mi vida breve. No adherirme a ninguna rebeldía cómoda. No tener tiempo para medir el error ajeno. No ir nunca a las playas de los rencorosos. No refugiarme bajo el techo del viva yo colectivo. No poseer otra bandera que una ética secreta. No afilar mi fracaso para que sea la flecha de un insulto. No sostener los platillos de sangre de la justicia. No aplaudir los disfraces de la crueldad. No a las multitudes que silencian al individuo. No huir de mi imagen reflejada en la vejez. No colaborar con mis habitantes cínicos. No ser un monje dormido en la niebla de su convento. No ser un segador amargado.


70

He pasado muchas horas de aprendizaje en centros a los que nadie desea ir. Los pasillos y salas de espera de los hospitales son libros que me instruyen. Las personas que limpian, los administrativos o las enfermeras se adentran en mí; convertidos en páginas, han iluminado mi ignorancia. Otras lecciones me esperan con formas variadas. Las veo detrás de una mascarilla, en los guantes esterilizados, en los pliegues de una bata. El conocimiento gotea de las agujas. Está sentado, sin fuerzas, en un consultorio. Se emboza con la sábana que cubre una camilla. Algunas palabras que me orientan son un medicamento líquido encerrado en un gotero. Para que las estudie, nuevas frases se han posado en la oficina de urgencias, el botiquín, la bandeja, el archivo, la mesa operatoria, el lavabo. He bebido despacio un agua con sabor a quirófano. Al abrir las ventanas de una habitación, leo también las páginas exteriores. Lo anodino era sólo la torpeza con que fui anestesiando mi vida diaria. Desciendo por las escaleras de las aulas. Salgo dispuesto a retener lo aprendido. En las proximidades de los hospitales circulan las ambulancias de la filosofía.


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Paseo por los goces de la vida diaria. Primero un paisaje: mi gratitud al azar por haber nacido en una familia humilde. Intuyo que la abundancia desorienta. ¿Y los placeres? Escuchar tres homenajes a la inteligencia: la música de Bach, Monteverdi, Desprez. Dejar en el platillo de un violinista los gritos del saxo de Coltrane. El cinismo bondadoso de las canciones de Brassens. Las avenidas iluminadas y los recovecos oscuros de un idioma. Leer a Camus y Arendt, dos flechas éticas que me guían. Una coherencia que no crea presidios. El salmorejo, la ventresca y el rape compartidos. Los paraísos variados del sexo. Las páginas del poeta que es un vehículo transparente en sus mejores versos. No padecer el fracaso que llaman envidia. La risa que no hiere. Mi escudilla de mendigo a la que caen notas de música extranjera. El diálogo con hombres libres. Cuidar las cosas sin poseerlas. El cine y los laberintos trazados por Pasolini en Teorema. Recordar el agua de la niñez. No ser el bufón de la propia conciencia. Envejecer sentado en un refugio de preguntas. El goce de no tener tiempo para el odio.

irazoki