nº 183: marzo-abril 2018

La taza griega

Concha Murua Velez de Mendizabal

la taza griega

BIOGRAFÍA

concha Murua

Concha Murua Velez de Mendizabal nació en Vitoria –Gasteiz en 1957. Estudió Filología Inglesa en la UV( Universidad de Valladolid) y se licenció en la UPV. Cursó estudios de Cine y Literatura en la Universidad de la Rioja y de guion y dirección en el Centro de Artes Escénicas de Sarobe. Realizó un Máster en realización de documentales en la ESCAC ( Escola Superior de Cinema i Audiovisuals de Catalunya) , participó como guionista y realizadora en el documental “Sin etiquetas” (2001), producido por Escándalo Films, S.L.
Ha publicado un blog titulado “Cuaderno sabático” (2015-2016). Actualmente colabora con la revista de divulgación filosófica “Mentes inquietas. Jakin mina”.
Publicó su primera recopilación de narrativa breve “La taza griega” en febrero de 2017 y la segunda , “La mujer que también fuma”, en febrero de 2018, ambas en AA (Arte Activo) Ediciones.


FICHA TECNICA:

La Taza Griega
Concha Murua
AA ediciones. Narrativa
ISBN:978-84-946358-7-8
Págs:118

EL AEROPUERTO

Nada más girar la puerta para afrontar el vestíbulo del aeropuerto tuve el extraño presentimiento de que aquel viaje iba a ser una huida en balde.
El domingo anterior fue el de la noticia y desde entonces habían pasado cinco días de vértigo.
Ese mismo día y después de recibido el chismorreo de boca mi mejor amigo, tuve una serie
consecutiva de reacciones.
Primero negué la mayor, incapaz de creerme su anuncio. Cuando empecé a vislumbrar que aquello no era una broma y que iba en serio que Laura me estaba poniendo los cuernos con su nueva coach personal, me empezaron a entrar sudores y sequedad de boca que anticipaban un amago de ataque de ansiedad.
Acto seguido y superado el síntoma, la rabia se me subió a la cabeza y comencé a lanzar sapos y culebras contra la susodicha. Después caí en una especie de modorra de la que mi amigo no logró sacarme palabra. Y por último, me metí un par de orfidales mezclados con un vaso de whisky y me desplomé en la cama hasta las veinticuatro horas siguientes.
Cuando recuperé el sentido, saqué las fuerzas suficientes para abandonar nuestra casa un par de días y mudarme a la de mi amigo, hasta que ella recogiese sus cosas.

Laura había sido ascendida un año antes en la empresa y ocupaba el puesto de directora ejecutiva en publicidad, diseño y marketing de la compañía. Trabajaba sin descanso porque fuera del horario de empresa se pasaba las horas diseñando campañas, supervisando las ya puestas en marcha o viajando para recabar información e incorporar nuevas metodologías y tendencias.
En unos meses tenía los nervios destrozados, no comía, le amenazaba una anorexia y nuestras relaciones íntimas se habían reducido a un beso de despedida por la mañana.
Apenas si los viajes le dejaban tiempo para vernos los fines de semana y cuando así ocurría estaba tan agotada que el cuerpo solo le daba para dormir.
Era ambiciosa y había luchado para escalar posiciones en la compañía sin reparar a veces en codazos y empujones a todo aquello que se le ponía por delante. Había ascendido a toda costa y en vez de contabilizarlo como una flaqueza se lo relataba a sí misma como un logro personal y como un reto conseguido a base de fortaleza. No quería perder el pie.
Con este panorama de desencuentros nuestra relación se iba deteriorando por momentos, así que una tarde de tregua, sin esperar más, le dije que teníamos que hacer algo si queríamos salvar lo nuestro.
Laura se desmoronó. Se reblandeció por dentro y asumió que debía mover ficha.
Llegamos ambas a la conclusión de que necesitaba ayuda.
Es entonces cuando acordamos, que sería una buena idea, contratar a un coach que le diera pautas de cómo conciliar la vida personal con la laboral sin dejar de rendir en el trabajo y combinando los tiempos y los espacios para llegar a su vida privada y llevar las cosas de la mejor manera posible.
Y ahí es donde apareció Miranda en juego, su flamante coach.

Como la mayoría de la gente sabe, un o una coach es en el entorno empresarial y personal una persona que mediante un proceso transparente e interactivo trata de encontrar el camino más eficaz, acorde a tu personalidad y deseos, para alcanzar objetivos fijados y consensuados, usando los recursos y habilidades de que dispone el cliente.
En el proceso interactúan dos personas: una es la que instruye o guía y la otra la que está siendo orientada, la que recibe los conocimientos y competencias que necesita para alcanzar sus metas. El, en este caso la coach se compromete con su cliente y establece una alianza. Diseña un plan de acción y estipula una serie de encuentros que permiten al entrenado, en este caso la entrenada, conseguir la finalidad prevista.
Esta era en teoría la tarea de Miranda y se ve que la llevó a cabo con ardor.

¿Y qué pasó con Laura?, ¿en qué parte del procedimiento se desvió el plan?, me preguntaba dándome distintas respuestas.
¿Tenía un propósito claro desde el principio o todo era una maquinación, un juego programado para calmar mi demanda de atención y justificar su intento de salvar lo nuestro?
Lo que sí estaba claro era, que eso que llamábamos, “lo nuestro”, no tenía mucho brillo. Era más bien una manera de nombrar un paquete de medidas de emergencia, un asidero al que agarrarse ante la incertidumbre de una ruptura.
Una puede nombrar el enamoramiento, el deseo, la pasión y decir “mi amor, mi locura, mi vida” y muchas otras cosas que devienen ridículas cuando la llama se ha extinguido, y en nuestro caso, el sexo se había ido apagando, y precisamente su ausencia, era la cerilla que prendía amargas discusiones y reproches.
Parece ser además, que cuando alguien inicia una aventura, se queda pillada en ella y su antigua vida se le antoja insufrible y su hipotética nueva vida le parece un ensueño fulgurante. Un efecto químico en el cerebro semejante a la ingesta de anfetaminas.

Nuestra relación había sido complementaria. Laura era impulsiva, impaciente, intuitiva, ambiciosa, sagaz, por citar algunas cosas, y yo reflexiva, paciente, racional, desinteresada y algo ingenua por citar otras.
Mi profesión me había forjado así en parte. Trabajaba muchas horas sola y concentrada en detalles minuciosos y además me había labrado un nombre en la materia.
Como restauradora de arte, en mi caso especializada en pintura, me encargaba de mantener en las mejores condiciones posibles mediante su limpieza y reparación, sobre todo obras dañadas por el paso del tiempo. Debía combinar técnicas artesanales y principios científicos en el procedimiento.
También sabía que mi intervención tenía que ser mínima, de gestos exactos, con el fin de detener o reducir la tasa de deterioro de la obra de arte.
Estaba preparada para manipular material delicado, para atender el detalle y desplegar un alto grado de concentración. Tenía que ser metódica, estar al día en los avances y técnicas de conservación y mostrar habilidad para llevar registros con precisión y redactar informes claros y concisos. A todo ello, añadir la sensibilidad estética y artística y el interés en las bellas artes que a un buen restaurador se le supone.

Tras la ruptura, me dije, no voy a darle más vueltas, acordándome de la frase de Nietzsche: “Se necesita caos en el alma para dar a luz un inicio danzante”.
Tenía la posibilidad de poner tierra por medio.
Bastaba el hecho de mirar una de nuestras fotografías juntas, para que la imagen me llevara a la vida del pasado y una alegría profunda desbordaba mi pecho, para a continuación, inmediatamente, pasar al momento en el que recordar se convertía en deseo, y la alegría en sufrimiento.
Así que resolví hacer las maletas y tomarme unas vacaciones para salir una temporada del entorno y dejar en stand by el conflicto, hasta que como dice la vía zen, pudiese liberar la acción que no se puede hacer y a la que el yo condicionado coarta, estorba.
Un drama sin humor se convierte en un dramón, pensé, y a mí no me gustan los dramones. Lo que tengo que hacer es darle un giro a mi vida.

Escribí un e-mail a mi amiga Elisa.
Como corresponde a esas amistades generadas en la infancia y que han sobrevivido a los años, Elisa me respondió con rapidez y me ofreció sin reservas compartir su apartamento en Nueva Zelanda.

La leyenda dice que el desafiante semidiós Maui pescó a Nueva Zelanda para arrancársela al mar. Me pareció una buena metáfora para mi situación. Yo también necesitaba que alguien me arrancase la isla que llevaba dentro para emergerla al aire. Y además se daba la feliz circunstancia de que Elisa residía allí desde hacía seis años en que se fue siguiendo a un amor que ya pasó, pero que le dejó geográficamente situada, porque Elisa adoraba vivir en Auckland, la isla del norte.
Decía que tenía tres buenas razones para seguir viviendo allí. La primera era que fue el primer país donde se otorgó el sufragio femenino gracias al movimiento liderado por Kate Sheppard, la segunda que tenía el teatro más hermoso del mundo, el Civic, de estilo atmosférico, en el que las luces y el diseño se utilizan para dar la impresión de estar sentada en un auditorio al aire libre por la noche, creando la ilusión de un cielo abierto a las estrellas. Y la tercera que veneraba su comida, sobre todo el Hangi, un plato tradicional de carne o pescado cocinado con vegetales. Se excava un agujero profundo en el suelo, se ponen piedras al rojo vivo y los alimentos se colocan encima de ellas. Se espolvorea agua y se rodea el plato con la vegetación. Se tapa el agujero con tierra y se deja cocinar durante horas.
Esta ceremonia le parecía a Elisa una verdadera representación de un rito ancestral en un escenario de bosques kauris, volcanes y termas. También le cautivaba el ligero y espumoso vino blanco de la variedad Sauvignon, delicioso en el paladar y el Lamington, un pastel esponjoso de mantequilla, cubierto de mermelada de frambuesa y coco desecado.

Elisa dirigía una pequeña compañía de teatro en la que producían desde pantomimas infantiles hasta obras experimentales audaces.
Había hecho sus pinitos también en el cine dirigiendo algunas películas, pero siempre volvía al teatro.
En el cine te sientes poderosa - solía decir - puedes dictar y manipular todo, pero los actores vienen y van y tú siempre te quedas sola revisando las mismas imágenes una y otra vez. El teatro, sin embargo, es mucho más colaborativo, los actores son los que se quedan en el escenario y la obra se hace entre todos. En el cine todo es más marcial y estricto, proseguía, implica tener siempre una orquesta sinfónica detrás, mientras que el teatro es como un concierto acústico, el público es impagable y cada día es diferente.

Estábamos a 15 de febrero el día que entraba por la puerta del aeropuerto de Barajas.
El viaje iba a ser una pesadilla: Madrid- Frankfurt- Bangkok- Auckland, dos días de viaje con largas esperas en los aeropuertos y un horario a prueba de nervios.
Llevaba en mi equipaje de mano tres novelas de diferente pelaje: una corta, la última de Jenny Offill, Departamento de especulaciones, que a pesar del título, nada tenía que ver con lugares públicos, más bien era, el relato de las alegrías y de los sinsabores de la vida cotidiana de un matrimonio americano con niña. Otra era La muerte del padre de Karl Ove Knausgard, un noruego que se embarca en una exploración prousiana de su pasado y desmenuza la historia de su vida sin tabúes. Y por último un clásico de Dorothy Parker para releer, La soledad de las parejas, que además tenía la ventaja de que eran relatos cortos y podía entre cuento y cuento echarme una cabezada.
También llevaba la biografía de Carson McCullers, la autora de aquel inquietante título: El corazón es un cazador solitario, para empaparme del aliento de una mujer autodidacta, inteligente y rebelde que fue capaz de llevar una vida bohemia.
La perspectiva de ver a Elisa y acompañarla unos días después de mi llegada al prestigioso Nueva Zelanda Festival, que se celebraba en Wellington a finales de mes, se presentaba como un horizonte ilusionante que paliaba en parte mi angustia por tan ardua travesía.

Barajas era un hervidero a las cuatro de la tarde.
Siempre me pregunto cuando viajo, sobre todo en fechas no señaladas, qué es lo que pasa en el mundo. Qué ocurre para que las personas nos desplacemos constantemente y sin interrupción de un lado al otro del planeta arrastrando maletas, sueños y necedades por todo el globo terráqueo.
La única respuesta que se me ocurre es que debemos añorar aquellos tiempos primitivos, en los que los humanos éramos nómadas, y, en una suerte de imitación, nos lanzamos a la vorágine del movimiento, habitando hasta el extremo esos “no lugares” llamados aeropuertos.

Comencé la mecánica de facturación y entré en el duty free libre de equipaje pesado, con la idea de deambular por los pasillos atestados de tiendas, repletas de todo tipo de artículos prescindibles.
Cuando me acercaba a la sección de perfumes con la intención de saquear un tester y empalagarme un poco, alargué la vista unos metros, hacia la zona donde se apilaban los cartones de tabaco y la respiración se me cortó de cuajo.
Pude verlas con claridad, no era una ilusión óptica. Estaban riendo, agarradas del brazo, mirándose arrobadas y jugueteando con un cartón de L&M del que Miranda tiraba y del que Laura no conseguía apropiarse.
Laura había dejado de fumar durante una larga temporada pero al emprender su nuevo trabajo inició otra vez el hábito.
Fumaba Marlboro antes de dejarlo, pero recuerdo que un día le vi con un paquete de L& M y al preguntarle el porqué del cambio me contestó que lo encontraba más intenso.
Ahora se me antojaba que todo era una sincronía: Laura y Miranda.

De un respingo me parapeté detrás del mostrador de chocolates que me cubría parcialmente y desde el que podía observar sus desplazamientos. Ambas eran ajenas a cualquier mirada, estando como estaban inmersas en aquel coqueteo seductor, fruto del embeleso.
Comencé a seguirlas de forma maquinal, abducida por una fuerza involuntaria que guiaba mis pasos tras ellas. Me mantenía a una distancia prudencial que me permitía ver su actividad sin riesgo de ser descubierta.
Las vi doblar una esquina y acercarse al KFC, pedir en la barra, coger el número y sentarse en una mesa a la espera del pedido. Me pareció que no era hora de comerse un pollo, y menos frito.
Vi desde mi rincón cómo les servían el alimento en los consabidos cartones grasientos y dos coca colas zero zero, la versión más descafeinada de la marca.
Comieron sin fijarse en la comida, con los ojos puestos la una en la otra. Al terminar no usaron las servilletas de papel reciclado, simplemente se chuparon los dedos recíprocamente.
Cuando se levantaron me volví a pertrechar en mi escondite y las vi pasar casi por delante de mí. Ellas iban a lo suyo.
Cogieron la rampa automática hacia su terminal e instintivamente fui detrás, poseída ya por completo.
Se detuvieron un momento en uno de los laterales y entraron al baño.
Ahí me descoloqué. ¿Qué hacía, seguía hacia adelante o me paraba en el mismo punto?
Sabía que si me paraba me arriesgaba a ser descubierta. Opté por seguir hasta el siguiente módulo y pararme en el stand de Bimba y Lola, desde donde se podía ver el transcurrir de la cinta y podría tomar posición de nuevo tras ellas.
No sabía todavía a qué puerta se dirigían y quería averiguarlo.

Al poco volvieron a entrar en escena, esta vez Miranda con los labios repasados de un rojo ardiente.
Me coloqué en posición de no ser divisada y continué la persecución.
En el número 69 se apearon de la cinta. Se dirigieron directamente a la puerta de embarque con destino a París. Una escapada romántica a la ciudad del amor, calculé.
Salté bruscamente de la cinta y me quedé varada en mitad del pasillo, frente a la entrada a su destino.
De repente vi cómo Laura en un gesto brusco giró la cabeza y me vio. Miranda que impulsivamente seguía andando, al percibir la ausencia de Laura se paró en seco y también me miró.
Yo me quedé congelada, como ocurre con la imagen en una pantalla. Laura, como en cámara lenta se fue aproximando hasta detenerse frente a mí.
“¿Qué haces tú aquí?”, inquirió resolutiva. La voz no me llegaba a la garganta pero acerté a decir: “Me voy a Nueva Zelanda”
“Pues estás en la terminal errónea”, me respondió.

De pronto miré el reloj, eran las cinco de la tarde y mi vuelo despegaba a las cinco y media.
Me di media vuelta y volví a coger la cinta automática hacia el lado opuesto, con la esperanza de alcanzar la terminal correcta.

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