nº 183: marzo-abril 2018

La lluvia horizontal

Kerman Arzalluz

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BIOGRAFIA:

kerman arzalluz

Kerman Arzalluz (San Sebastian, 1972), es licenciado en Periodismo y Master en Relaciones Internacionales por la Universidad del País Vasco, si bien desarrolla su actividad profesional fuera del mundo de la comunicación.
La lluvia horizontal supone su debut editorial y es el resultado de más de una década de relación con la literatura y de un esfuerzo intermitente pero lleno de determinación. Colabora desde mayo de 2011 con la revista de literatura y arte contemporáneo Luke y en la actualidad ultima un libro de microficción que llevará por título Crímenes ideales.
Reside y trabaja en Donostia.


FICHA:

Título: La lluvia horizontal (libro de relatos)
Editorial: Arte Activo Ediciones -colección narrativa-
Páginas: 134.
ISBN: 978-84-947186-7-0.
Precio: 15 euros.
Distribuidor: UDL Libros.
Con prólogo de Iban Zaldua.
“La lluvia horizontal es una recopilación de relatos, cada uno una novela en miniatura, si se quiere: uno juega con las taras de la masculinidad, otro con la desconfianza social más cotidiana y, por lo tanto, más terrible, otro con los tópicos del amor. Unos lo hacen desde una perspectiva más o menos fantástica, otros desde la traición a las convenciones de lo fantástico. Unos con delicadeza, y otros violentamente”. (párrafo entresacado del prólogo de Iban, que aparece en la contracubierta del libro)
Los cuentos de Kerman Arzalluz son pequeñas novelas, una cualidad poco habitual que el lector apreciará desde un inicio de la lectura. El escritor consigue resumir, en tramas sorprendentes y originales, unos temas universales y asuntos que nunca pierden actualidad, y lo hace con un estilo ágil, ameno, abarcador... (texto añadido por Roberto, que aparece en la contracubierta)

CUERPO A CUERPO

Mi mujer trabaja en una cooperativa que montaron unas conocidas suyas; metiendo piezas en cajas o algo así. Se levanta de madrugada para entrar en el turno de las seis. Por suerte, mi profesión no me obliga a doblar el espinazo y está mejor retribuida. Ella se retira en cuanto termina la cena, a eso de las nueve y pico, mientras yo tomo el postre sin prisa alguna. Luego me repantingo en el sofá de la salita y zapeo durante un rato sin mayores expectativas. Y a eso de las doce o la una, si algún programa ha conseguido captar mi atención, me retiro. Al salir del baño apago la única luz encendida de toda la casa y me dirijo a la habitación a ciegas, tentando con la mano izquierda la pared del pasillo hasta que calculo que debo estar llegando al destino, trazo una pequeña diagonal y toco el marco de la puerta. Una vez superado el umbral, me adentro aún si cabe con mayor sigilo, a cámara lenta, para no tropezar con los zapatos, la silla o cualquier otro objeto que pueda haber en el camino hacia mi lado de la cama. La estancia está en completa penumbra, es una boca de lobo porque mi mujer, contradiciendo el pasado, gusta últimamente de bajar la persiana hasta dejar los listones bien apretados, sin intersticio alguno por el que pueda colarse la luz. Me quito las gafas y as deposito sobre la mesilla, tanteando la superficie con cuidado para no exceder sus límites. Repito el proceso con el reloj de pulsera. Antes me he despojado de los calzoncillos que han quedado tirados en el suelo, junto a las zapatillas. Agarro las mantas en el vértice y abro el ángulo mínimo posible que me permita entrar en la cama con la suavidad con la que un espeleólogo se adentraría por una grieta ajustada. Echado, tapado, con la cabeza apoyada sobre la almohada y adquirida la postura, es cuando me sobreviene la pregunta, la maldita pregunta que apenas me ha dejado conciliar el sueño en los últimos tiempos: "¿Y si el cuerpo que tengo a mi lado no es el de mi mujer?". Entonces sonrío, e inmediatamente soy consciente de que se trata de una sonrisa floja, nerviosa, de mentiras, una sonrisa que se congela en el acto, se dobla como un junco por efecto del viento, en este caso, a instancia de la autosugestión. Intento recobrar la calma que he perdido al deformarse el gesto de la boca y evaporarse la risita fullera y me intento convencer: "No seas estúpido. Quién coño va a ser, así, de repente, otra persona junto a ti. Deja de pensar en tonterías y duérmete, que las siete y veinte llegan enseguida y luego no das el callo". Me lo creo. Por un instante me lo creo, sé que es así, que no puede ser de otra manera, que mi esposa está durmiendo a mi vera, que yo también he de descansar y que mañana Dios dirá. Y me doy la vuelta, dándole la espalda al otro cuerpo, vamos, a mi mujer quería decir. Y ¡zas!, como una bofetada me viene a la cabeza la imagen de esa vieja asquerosa que sale de la bañera a abrazar a un Jack Nicholson que se ha dejado caer por la habitación equivocada, avanzando sin vacilación hacia lo que creía ser una diosa del Penthouse y no es sino un adefesio de dientes carcomidos y oxidados y carcajada estridente. O la de los muertos vivientes de las películas de George Romero, acercándoseme. O la de fluidos viscosos que adquieren formas caprichosas.
El denominador común de todas ellas es que son desagradables y que después de visionarlas estiro el brazo, asustado, para encender la luz hasta que un resquicio de lógica se filtra de la escena para detenerme el gesto a punto de pulsar el interruptor: "joder tío, relájate, relájate! No pueden ser ni la vieja, ni los zombis, ni nadie que no sea ella". Y me voy tranquilizando, girándome nuevamente hasta volver a tener al cuerpo frente a mí, a la vista, vamos, lo que en la expresión del lenguaje sería a la vista porque no se ve absolutamente nada. Entonces, con calma endeble me pregunto por que me vienen imágenes desasosegantes, figuras que provocan miedo, por qué iba a entrar en mi cama el hombre lobo y no una top model o una actriz maciza de esas que tanto me ponen. Eso, eso, la Giselle Bundchen. Me encantaría rodearla con mi brazo a la altura del pecho y apretarme contra su culito redondo y perfecto. Entonces saco el brazo de las sábanas y lo alzo en el aire para aproximarlo a la esbelta Giselle, la curvilínea Scarlett, la elegante Isabella o cualquiera de las presentadoras pechugonas de esos estúpidos programas de sopa de letras de las madrugadas televisivas, pero me detengo. Como sea mi mujer y se desvele con el intempestivo arrumaco, voy a tenerla de morros todo el día y ya puedo olvidarme de sexo en una temporada. Recojo el brazo y termino acurrucado por la angustia en mi lado de la cama.
Así, noche tras noche.
Miro al reloj. Ya ha pasado media hora desde que entré en la cama. Tras las recurrentes apariciones, noto que el sueño empieza a dominarme, voy cayendo poco a poco, hasta que siento un roce en la pierna. Doy un respingo y me pongo en posición de alerta. He sentido un contacto áspero, que nada tiene que ver con la piel de mi mujer. Noto en el estómago borbotones de adrenalina que suben como cohetes y estallan en la cabeza. En la frente se acumulan las gotas de sudor. Intento huir del mal trago repasando la agenda laboral del día siguiente. La idea surte efecto. A medida que voy avanzando en los quehaceres pendientes se van calmando los nervios y aumenta la relajación. Bajo la guardia, siento el desbloqueo de los músculos, el avance del sueño, motivado más por el cansancio acumulado que por la táctica somnífera.
El chirrido del despertador me sobresalta aunque soy incapaz de reaccionar y me demoro entre las sábanas revueltas hasta que consigo estirarme y atino a apagarlo. A mi lado no hay nadie. Mi mujer se habrá levantado a las cinco y cuarto de la mañana para ir a trabajar. No le vi al acostarme ni la veo al despertar.
A eso de las ocho de la tarde llego a casa del despacho y la encuentro en la cocina, rodeada de hierbas y tarros de especias. "¡Qué perra le ha dado con las ensaladas verdes!". Rastreo los armarios en busca de algo para picotear mientras me cuenta alguna chorrada del pabellón. Al terminar la frugal cena le digo que vayamos a la cama y acepta. Lo hacemos sin prolegómeno alguno, con rapidez, porque la hora de levantarse está a la vuelta de la esquina y cada minuto cuenta y vale oro.
El polvo no ha sido nada del otro mundo pero me he quedado a gusto y estoy contento porque nos hemos metido a la cama juntos, a la vez, viéndonos, y así nos vamos a quedar dormidos, amarrándole yo por detrás, con el sexo bien apretado contra su culo, como a mí me gusta. De este modo voy a saber a ciencia cierta que es ella con quien comparto sábanas. Me besa en la mejilla y apaga la luz. Inmediatamente noto que voy cayendo dormido y no hay tensión ni preocupación que se opongan a ello. Al rato ¬¬—desconozco si han pasado diez minutos o varias horas— despierto y escucho el flujo del agua en el cuarto de baño. El grifo se cierra, el sonido del agua cesa, el estrecho segmento de luz que alcanza el dormitorio desde el otro lado del pasillo desaparece y unos pasos rápidos y decididos son cada vez más perceptibles. Apenas diviso una sombra que cruza el umbral de la habitación. Vislumbro en las agujas luminiscentes del reloj que solo han pasado cinco minutos desde que mi mujer me diera el beso de buenas noches. Se me hace extraño, no tiene sentido que se levante a orinar o hacer lo que sea, cuando solo hace un rato desde que se ha acostado. Además nunca va al baño después de hacerlo. Soy yo el que lo hago y le traigo un poco de papel higiénico con el que se apaña. "¿Qué haces?", pregunto. No recibo respuesta. Dedico los minutos siguientes a pensar sobre esa visita al servicio y decido volver a preguntárselo. A punto de hablar caigo en la cuenta de que las divagaciones me han llevado más de media hora y de que deslumbrarle el sueño podría entenderse como un atropello a su merecido y exiguo descanso, más aún después de haber tenido sexo. Siento miedo y me descubro tontamente acurrucado. Alguien ha entrado en la cama e inhala y exhala el aire a escasos centímetros de mí. Decido intentar aguantar despierto con la mayor calma posible, hasta que den las cinco y cuarto de la mañana. Entonces tendré la ocasión de saludarle "Buenos días", de verla y así fulminar de una vez por todas mis temores nocturnos. La una, he oído fricciones con las sábanas; dan las dos, alguna que otra sacudida nerviosa; alcanzo a escuchar leves ronquidos ahogados hacia las tres, creo.
Al llegar a casa por la tarde le comento su visita al baño de anoche y ella habla de lo contenta que está con sus compañeras, con las que ha quedado para ir a cenar mañana viernes. Me sorprende la camaradería pero no veo mal que haya buena relación entre ellas y que salga un rato. Dice que han pensado en ir después a tomar una copa al Cave y que me pase por allí porque los chicos de sus compañeras también van a ir. No conozco el sitio pero le digo que de acuerdo. Se dirige hacia el dormitorio. Desde el final del corredor llega un "que duermas bien" pausado y melifluo que me intranquiliza. Sé lo que me espera una noche más pero la lógica es incontestable hasta el mismísimo instante de tumbarme en medio de las tinieblas.
Recuerdo de pronto que hace un par de días comentó que quería cogerse fiesta ese viernes por el día de vacación que le quedaba pendiente del año anterior. ¿Qué sentido tiene que se vaya a la cama a la hora de siempre si no tiene que madrugar? ¿No le habrán dado el día libre? Decido pasar la noche levantado para verla al despertar. Abro la ventana de la salita, miro las farolas encendidas, vuelvo al sofá, me levanto y voy a la cocina a echar un vistazo en el frigorífico y opto por sentarme de nuevo en el sofá. Repito el proceso un par de veces. Estoy aburrido y fatigado, y noto ansiedad. Veo un programa infumable de cotilleo, la tercera edición del Telediario y dos interminables anuncios de Teletienda. Vuelvo a la ventana y a la cocina. Amago con calentar un poco de leche con miel y finalmente me sirvo una Coca-Cola con mucho hielo. Hojeo una revista, recupero la lectura de un libro abandonado semanas atrás y liquido en un par de viajes un tetrabrik entero de zumo de naranja y una bolsa de cortezas de cerdo.
Me sobresalto y siento fastidio, todo ello al mismo tiempo, porque intuyo que he emborronado la vigilancia con unas cuantas cabezadas. ¡Maldita sea, son las seis! No consigo salir de la espiral de duermevela; durante el día me envuelve el sopor y por las noches sólo alcanzo un sueño inquieto y quebradizo.
Ante la duda decido acostarme porque tampoco es cuestión de hacer guardia junto a una cama que puede que esté vacía. Parece que hay algo sepultado bajo las mantas. Si es ella significa que le han dado el día libre. No oigo respirar ni percibo movimiento alguno del bulto. ¿Huele distinto? Será el olor de las cortezas o alguna de esas jodidas cremas que abarrotan el mueble del baño, arrinconando en un extremo mi espuma y hoja de afeitar.
No tengo valor pata mirar. Me vuelvo a refugiar en mi esquina.
Por la noche ceno en casa un par de bocados, me aseo y salgo rumbo al Cave. En el interior del local diviso al trío de mujeres y me acerco hasta ellas. Les saludo y beso a la mía. Se quejan de las lumbares y de lo dura que ha sido la mañana por la cantidad de palés que tenían que descargar y no puedo evitar arquear la ceja de asombro. ¿Hoy? ¿Así que no estaba en la cama? ¡Dios mío, no puedo seguir así!
No entiendo cómo pueden estar las currelas tan risueñas y, sin embargo, lo están. Se ve que han hecho grupo y que se divierten juntas. Les pregunto por los otros chicos y me contestan que se han acercado a la barra a pedir las consumiciones. Miro alrededor. Esto es un gineceo, ¡qué ricuras! Hablan, ríen y bailan, balanceándose de forma muy similar al ritmo de una música que parecen conocer. Yo estoy destemplado por la falta de sueño y la tensión.
Me llaman la atención dos tipos que arrastran penosamente sus pasos. Vienen hacia nosotros con un par de botellines de agua y tres cócteles que no reconozco. Se detienen junto a mí. Tienen unas enormes ojeras violetas. Los tres nos escrutamos con miradas deterioradas que apenas se sostienen sin caer al sudo.
Las tres mujeres hablan, ríen y bailan.

Un relato del libro La lluvia horizontal

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