LUKE nº 177 marzo-abril 2017

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La línea de nieve

la línea de nieve

Línea de nieve (Pre-Textos) es un libro de poemas escritos entre 2009 y 2015. Continúa en parte el camino trazado en Destiempo (Renacimiento, 2004) y Vida y milagros (2007), que trataban paisajes domésticos y experiencias personales, pero amplía el registro: hay en el libro una larga serie autobiográfica titulada “Preludios”, en la que el escritor trata en paralelo su aprendizaje en el lenguaje y la literatura y su propia visión del llamado “conflicto vasco”, tan determinante en alguien de la generación a la que el autor pertenece. La obra incluye también otros poemas, como la serie, “Chiesa Santa Croce”, que recogen una pregunta por el futuro de Europa como civilización: un ”lamento esperanzado”, según el propio autor, ante las sombras éticas que aquejan al Continente y las amenazas a las que se encuentra sometido.

Gabriel Insausti ha publicado narrativa (Días en Ramplona, El hombre inaudible), poesía (Últimos días en Sabinia, Destiempo, Cristal ahumado, Vida y milagros, Línea de nieve), ensayo (La presencia del romanticismo inglés en Cernuda, Tras las huellas de Huston, El porvenir de la lectura, La trinchera nostálgica, Miguel Hernández: la invención de una leyenda, El puente y las orillas: cuatro poetas ingleses, La distancia y el tiempo: escritos sobre Cernuda, Tierra de nadie: el poeta inglés y la Gran Guerra) y aforismos (Preámbulos, El hilo de la luz). Ha editado a Larra, Cernuda y Oteiza, ha traducido entre otros a Wilde, Coleridge, Newman, Waugh, Hopkins y Lamb y ha preparado ediciones bilingües de la poesía de los románticos ingleses, Auden, Spender, Cecil Day Lewis, Edward Thomas, Wilfred Owen, W. H. Davies, John Ashbery, Coleridge y Newman. Ha recibido algunos premios, como el “Gerardo Diego”, el “Arcipreste de Hita” y el “Manuel Alcántara” de poesía, el “Ateneo Jovellanos” de novela y el “Amado Alonso” de crítica. Fue finalista del Nacional en 2002 y del Herralde de novela en 2013.

Ficha técnica:
Autor: Gabriel Insausti
Año: 2016
ISBN: 978-84-945788-2-3
Editorial Pretextos
Encuadernación: Rústica
Formato: 22x14 cm
Páginas: 116

LOS ARQUEÓLOGOS

I morti maturano,
il mio cuore con essi

Quasimodo

Han cavado un gran hoyo ante mi casa
y se han metido en él.
Día tras día
van apartando tuberías, rocas,
dejan al aire las raíces del castaño
como manos nervudas que aún ansiaran
no sé bien qué, en la tierra.
A todas horas
veo desde el balcón cómo descubren
las piezas de un mosaico, una moneda,
el vaso en que reposan las cenizas
de un caudillo lejano cuyo nombre
no cantaremos nunca.
En ese estudio
averiguan quién, cuándo, cómo, dónde,
cuanto pueda cifrarles la promesa
de un origen –arché– para el relato
que ya tienen escrito.
Cualquier día
darán con nuestros huesos, y en su pobre
materia inanimada, en su silencio,
podrán leer el tiempo que nos ciega.

PRELUDIOS

2. Parvulario

Recuerdo un sol tímidamente Kodak
y un cielo gris como la policía
mientras el autobús de la ikastola
resoplaba en la cuesta. Tras la esquina,

había un gran magnolio y, en la gela,
un ventanal donde el perfil del valle
se iba velando con el vaho. Mesas.
Casilleros. “Ixilik hor!”. Mirande,

“Jauregi hotzean”. A mediodía,
el patio era un campo de batalla
hasta que la andereño disolvía
un Laocoonte de brazos y bufandas

frunciendo el ce… “Nor, nori, nork?”. Y nadie
sabía nada, sólo que “chivato”
se dice salatari. Por la tarde,
el autobús de vuelta y, en su radio,

un rumor sincopado por los túneles
igual que en la censura: “Detenidos
seis presuntos…” “Se le amnistió en octubre”.
“Dos artefactos”. “Dentro del conflicto”.

Lenguaje y aritmética. Ya en casa
-“Aita, ¿qué es un txakurra?”-, iba entreviendo,
con mi padre, el envés de aquella trama
y en su silencio oía el mismo miedo,

lo difícil de dar con un idioma
que llame pan al pan, que no retiemble
con la onomatopeya de una bomba,
que dé lumbre, que cante a la intemperie.

3. Niebla en Aralar

Si la memoria es un lugar, el mío
-¿bajo qué árbol, dentro de qué sima?-
descansa en esa roca.
Hacia Arrizuri
los hayedos de abril cerraban filas
como un ejército antes del combate,
mientras el hacha del aitona Felix
iba podando aquel silencio antiguo.
“No vayáis nunca solos por el bosque”,
decía, sonriente, con un guiño
y su Celtas dormido entre los labios,
“Cuidado con Gaueko”.
Una mañana
subimos por Putxerri, entre helechos y ortigas,
hasta Igaratza.
El viento en los canchales
como el aullido de una loba.
El descampado
donde unas horas antes había hozado, hambriento,
un jabalí.
Las huellas de los mulos
sobre el barro, guiándonos.
Después la niebla,
sin darnos cuenta, se fue echando encima
hasta cubrir las cumbres,
el bosque, el pedregal: durante horas,
el único camino lo hicieron nuestros pasos
y esos robles cuya figura inmóvil
-igual que un basajaun de brazos sarmentosos-
surgía ante nosotros, repentina,
apenas una sombra.
“Es por aquí”,
dijo alguien al cabo, señalando
un claro en el hierbal.
Exploraciones,
senderos, búsquedas de qué.
Ahora
vivo, en más de un sentido, al otro lado
y en las noches de invierno, al acostarme,
siento el frío que llega de esos montes
como una mano helada que tienta en la tiniebla.
Dónde somos, y no de dónde somos,
me digo, es la pregunta,
aunque a menudo,
cuando en un día de nublado no distingo,
desde el balcón, más que la punta del Pardarri
y una línea de nieve dibujándose
como un mechón de lana que ha quedado
prendido en el alambre de una cerca,
pienso si no estaré perdido todavía
entre brañas, eriales, hondonadas,
si no camino aún por esa niebla.

5. G. C.

Si hubiera que pintarlo en una imagen,
una sola, sin duda elegiría
la de un espantapájaros amable:
cara de calabaza, nariz roja
-como su tierno Arbigorriya-
y una sonrisa eterna mientras se iban posando
en torno a él amigos, besos, copas
ante el Barandiarán.
Fue aquel verano
de mis dieciséis años, con el sol en los ojos
y su Paz y concierto bajo el brazo.
¿Querría dedicármelo, tal vez, si…?
No me atreví.
Pasó algún tiempo.
Luego,
sin dinero, vendió su biblioteca
-cargada de pretérito: la “Resi”,
Lorca, las traducciones, Norte-
a la Diputación: qué extraño,
entre el polvo de viejos mamotretos,
descifrar su paciente subrayado
en rojo y en azul, como el relato en clave
de aquellos días grises en que un libro
era un salvoconducto.
Tras su muerte,
un busto y una placa: en las noticias,
varios tipos –Herriaren etsaia!-
arrojaban insultos, huevos, piedras
a su ausencia.
Me vino, entre otros versos,
su “Consejo mortal”, tan atinado:
“Levanta tu edificio, planta un árbol…”
Estaba, desde entonces, advertido.

6. Et in Arcadia ego

Hacía mucho tiempo que no iba
más allá de Urkillaga, dijo.
“Apenas
han dado un paso, desde aquel pedrisco,
estas piernas”.
Abajo, el caserío
rumiaba el día -igual que una vacada
que abrevase a lo largo del riachuelo-
y en el belardi un sol a plomo
agostaba la hierba, rala y lacia
como una hebra de tabaco.
“Cuida
de voltearla bien”.
Durante toda
la mañana, sentí el silbido seco
de la guadaña, su destello
trazando a ras de suelo un arco exacto
mientras yo recogía esa cosecha,
hilera tras hilera.
-Ondo ari naiz?
-Ondoegi.
A mediodía
hizo una pausa, se enjugó la frente
y, apoyado en la hoja
como un pastor en su cayado,
fue enumerando: Aitzgorri, igual que el filo
de una sierra; Izarraitz, en un martillo
de gemas que labrase por la noche
los astros, Sorogain… ¿Qué hay en un nombre
que no lo muda el tiempo?
Después señaló un yermo
junto a la carretera.
“Allí mataron
a un civil”, murmuró, “hace unos años;
‘Quédate en casa’, me advirtió un vecino
al pasar por la era aquella tarde;
luego oí los disparos a lo lejos”.
Despacio,
se ajustó la txapela polvorienta,
guardó el pañuelo y, la guadaña al hombro,
volvió al trabajo.
Hacia Intxusburu, el cielo
fruncía el ceño y aún faltaba
por segar la ladera del oeste.

7. Iniciación

Para Peter, in memoriam

“Debes mostrar las cosas, no explicarlas”,
decía, tras la nube de un Ducados,
una tarde –noviembre, 88-
en el Iruña. “Fíjate en Defoe,
cómo inaugura todo lo que nombra:
Vi por primera vez una tortuga…”.
Sobre la mesa, unos papeles míos
salpicados del rojo de su lápiz,
como un rabioso Pollock que escrutaba
su mirada esmeralda. Y, tras un sorbo:
“Evita lo trivial del reportaje,
un poema ha de ser para el idioma
lo que el cristal para la arena”. Afuera
la lluvia había hecho su trabajo
en los cloisons que perfilaban, mudos,
los charcos de la Plaza del Castillo
y al decirnos adiós sentí en su mano
fervor y fuerza. Acaso sin saberlo,
me dio a entender lo mismo que esa lluvia:
que un verso de por sí no cambia el mundo
sino que es un mundo, una conjura
susurrada al oído de un extraño,
un modo de esperar, un santo y seña.

11. Revolución copernicana

… Y por la noche, en la ventana, todo
-igual que yo con mi poema-
giraba alrededor de un centro:
el faro
de Igueldo, como un cíclope amistoso,
la nube de gaviotas de algún barco
que regresaba en la penumbra,
los mosquitos de agosto que orbitaban
en torno a mi bombilla, mientras yo iba enlazando
pitillos y papeles que mi madre
encontraba más tarde, en el desorden
del cuarto.
“- ¿Y por qué no escribir de día?”
“- Eso, mejor, un Blas de Otero”.
En el periódico
-café con sueño y zumo de naranja-
también la prosa daba vueltas, vueltas,
como un tiovivo eterno: “el contencioso”,
“con la unidad de los partidos”,
“proceso democrático”.
Una tarde,
después de un atentado, entre la gente
que bajaba por Prim como un río de rabia,
un amigo me dijo en un susurro:
“¿La poesía? No sirve para nada,
recuerda a Adorno y Auschwitz”.
¿Qué hay que rime,
admití, con un tiro a bocajarro,
un coche bomba, un “cóctel”?
Y, no obstante,
entre ese griterío oí lo inútil
de buscar le mot juste en las consignas.
Un caso de reacción-acción, digamos.
Después, años en blanco,
hasta que un día,
sentado en el Biarriz con mis libros,
de pronto, como si alguien me hablase a mí tan sólo,
esa frase de Rilke, en una carta:
“¿Debo escribir?”
Noche tras noche
ha sido mi pregunta y la respuesta,
supongo, es esta búsqueda de un centro
-distinto de mí mismo, humano, frágil-
y de una voz a la que pido, al menos,
precisamente eso:
que no sirva,
que traduzca el minuto de silencio
a una posible música, que atisbe
un rostro más allá de los espejos,
que ponga letra al tedio de las calles.

INVIERNO

Para Amaia

Acércate a la luz.
Dame la mano
y quédate conmigo en la ventana
mientras viene un gorrión hasta el alféizar
y nos mira feliz, como esperando
que decidamos si es real o no,
qué significa ser real o, al menos,
cómo fingir que nos importa.

PROYECTO PARA LOCUS AMOENUS

(Arroyo de Xorroxin)

Al principio hágase el agua.
En silencio
descienda por secretas galerías
de caliza y aljez.
Durante siglos,
acaricie la entraña de la piedra
hasta brotar aquí y trazar un cauce
que destelle y se ondule lo mismo que la hoja
de una espada flamígera.
En la orilla
fórmese, poco a poco, un limo
donde crezca el carrizo y den su sombra
álamos, fresnos, algún roble.
Sobre todo,
desbroce alguien el camino
que llega de lo alto, entre helechales,
para que tú ahora, encaramado
sobre una roca húmeda y solemne,
busques en ese trozo de mañana
lo que no puede dar lugar alguno.

MEDITACIÓN EN EL SPA

Una gota de agua en el espejo.
Mírala bien: su brillo indiferente
resbala en el cristal y no te miente
si dice que eres cada vez más viejo.

En ella hay un minúsculo reflejo
que ha atrapado tu rostro (suficiente
para saberte sólo un accidente
fugaz entre el parqué y el azulejo).

Qué aviso, pese a todo, en esa gota
que se condensa y luego se evapora
hacia el cielo sin nubes del spa.

Se ha de perder, como una estrella ignota,
pero acaso resume en una hora
lo que fue, lo que es, lo que será.

CUMPLEAÑOS

Para Imanol, que surgió del frío

Si yo pudiera darte las estrellas
-igual que en una tune almibarada
de los 40 Principales-
y decir: “Para ti, para ti todas”
cuando en tus ojos veo esa vitrina
de brillantes dormidos,

si pudiera traértelas envueltas
en papel de regalo (con un lazo
azul y un celofán de plata)
para que por las noches iluminen
aquel rincón del techo donde sueñas
con goles y corsarios,

si pudiera explicarte quién derrama
unos granos de azúcar diminutos
sobre el mantel del cielo a oscuras
o por qué tiembla, a años luz de todo
como en un fotograma de Frank Capra,
esa nieve indecisa,

si pudiera creer –como tú crees,
con una fe que no es distinta del asombro-
que el pulso que las tiene en vilo
cuida también del cuarzo, las tortugas,
los tréboles, Carnac y el Amazonas
mientras tú y yo dejamos, al volver de tu fiesta
bajo los álamos sin luz, un rastro
de canciones y vaho.