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LUKE nº 169 Febrero 2016

R.Rayarù

Un Pecado Horrible

rayaru

R.Rayarù nació el 7 de julio del año 1967, en Santiago de Chile. En el año 1992 escapa de su país, para radicarse en Valencia, España. Entra clandestinamente, sin dinero ni documentos para poder establecerse, solo con un puñado de sueños y tres cuadros de formato grande. Aparte de Chile y España, ha vivido en Estados Unidos, Suiza e Italia. Actualmente reside en la ciudad de Malmö, Suecia. Extracomunitario por opción política –no le queda otra–, ciudadano del mundo por elección. Apasionado del arte contemporaneo, musica de jazz, cine y literatura, trabaja como interior designer. Desde los años 90 hasta el 2006 ha desarrollado una carrera como artista plástico, realizando exposiciones personales y colectivas de pintura, instalaciones y video–instalaciones. Ha expuesto en galerías de arte en España, Italia, Chile y Bélgica. Destaca su participación en la Bienal de Arte de Venecia en el año 2006 con un vídeo titulado “El Amor de Chile” (inspirado en la obra poética de Raúl Zurita). Actualmente ha dado un giro radical a su carrera como artista plástico y ha colgado los pinceles por un periodo de tiempo indefinido. Su interés por la poesía y la escritura data desde su adolescencia en Chile. Nunca ha publicado ni tampoco ha tratado de hacerlo –esta es la primera vez–.

Contactos:
Mail: r.rayaru@icloud.com
Teléfono: +46 (0) 76 595 6615
Helmfeltsgatan, 6 - 1101
21148 Malmö – SUECIA

Un Pecado Horrible

A la memoria de Daniel Zamudio Vera

"No hay buenos ni malos recuerdos,
sólo hay una memoria discontinua
que parece soñarse a sí misma"
Juan Lius Martínez

Después de pronunciar esa frase comprendí que había firmado mi condena. Los cinco jóvenes cruzaron sus miradas entre ellos con una coordinación perfecta. Yo desde mi rincón observaba su complicidad sin señales ni palabras. Solo uno de ellos: “el negro feo” –como lo llamaban los otros–, habló. Me miró a los ojos, dio un paso adelante y con una voz ronca y solemne dictó su veredicto. Inútil que lo describa, no hay palabras para describir el odio discriminatorio de algunas personas. Su discurso casi me conmovió, sus palabras fueron certeras y afiladas, sin concesiones para ninguno. En ese momento sentí que mi atracción por mi propio sexo era verdaderamente un pecado horrible, inmoral. Pensé que de algún modo debía ser castigado y sin querer empecé a justificar lo injustificable.

El grupo continuaba inmóvil, esperando una señal de parte del negro. La luz de la luna iluminaba los rostros de todos ellos y alargaba mi sombra desde atrás. Yo bajé la mirada y finalmente cerré los ojos. Una ligera brisa fresca me helaba la nuca y hacía mis pensamientos más soportables, aunque el eco del discurso del negro continuaba retumbando en mi cabeza sin poderlo acallar. Después de unos minutos involuntariamente cedieron mis piernas, me desplomé sobre mi sombra que se reducía mientras mi cuerpo se acercaba al suelo. Quedé de rodillas mientras ellos continuaban inmóviles con las manos cruzadas detrás de la espalda y la mirada vigilante. Solo una sonrisa se dibujó en la boca del negro, dejando ver su dentadura blanca. Mis pensamientos me llevaron a Juanma, a mi madre y a mi padre. Les pedí perdón. No por ser gay, sino por sentirme culpable por ello. Ellos me habían enseñado sobre todo el respeto al prójimo, cualquiera sea su raza, su color, su religión o sus preferencias sexuales. Sabía que de algún modo los estaba traicionando, pero no podía evitarlo. Tenía miedo. ¡Mierda estos cabrones! –pensé–. Un nudo me cerró el estómago y la garganta, un sudor frío me cubrió el cuerpo pegando la camisa a mi piel. Cerré los ojos y respiré profundo… Los abrí de golpe y finalmente pude gritar:

—¡Soy culpable, me arrepiento!
—Cállate maricón de mierda. Me ordenó de inmediato el negro con un vozarrón apagado.

La plaza estaba vacía. Si solo alguien hubiese pasado por allí en ese momento. Lo deseaba con todas mis fuerzas. Si alguien me hubiese visto… Seguramente habría cambiado de dirección, concluí tristemente ante la evidencia de encontrarme solo delante de esa pandilla de animales. Cerré nuevamente los ojos y en ese momento me cayeron unas lágrimas de impotencia, me mordí la lengua para no llorar y apreté mis puños y los apoyé contra el estómago.

Una fuerza repentina levantó mi cabeza. Abrí los ojos y miré fijamente al negro: era realmente feo. Quise decirle algo, no sé bien qué cosa, pero algo de verdad, algo fuerte. Algo que sintiera en las visceras, que me saliera de adentro, con fuerza: que era un hijo de la gran puta, un cabrón o que de verdad era muy feo, pero no pude. Habrá sido cobardía, miedo o las dos cosas, pero el hecho es que la voz no me salió. El nudo del estómago me estaba agarrotando la garganta, la espalda, las piernas y hasta los testículos. Lo volví a mirar sin abrir la boca, pero mi expresión me delató.

—¡Eres un gusano! –dijo él–. En ese momento, tomando velocidad como si se preparase a lanzar un penal, me lanzó una patada en la cara. Apenas tuve tiempo de poner mis manos delante de ella y caí como un feto a tierra. Sentí otras cien patadas en mi espalda, mi cabeza, mis brazos y mis piernas. Después de eso me costaba respirar, el aire no me parecía tan fresco, mas bien denso y enrarecido… El cemento estaba tibio, me dejé acariciar.