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LUKE nº 173 septiembre 2016

Alex Oviedo

Cámara oscura

foto-cafesociety

Realmente creo que a Woody Allen todo esto le importa un bledo, que se reiría de las críticas sobre su cine —si las leyera—, y que escribe y dirige porque puede, porque le dan dinero para hacerlo. Y porque los actores se mueren por rodar con él. Cada película de Allen es un nuevo pilar en el edificio de su cine ...

Desde hace unos años las películas de Woody Allen han dejado de ser cine para convertirse en eso, en películas de Woody Allen. Con casi 81 años a sus espaldas y cincuenta películas —a las que hay que añadir artículos, obras de teatro, relatos y una futura serie para televisión—, su trayectoria cinematográfica parece encaminarse a la constante reiteración de algunas de sus claves: las relaciones afectivas, los personajes reconocibles, el ambiente de clase alta o las conversaciones repletas de juegos de palabras. Incluso insiste en mostrarnos a prostitutas torpes, psicólogos, alter egos de Allen…, o acude a la mitología y la religión. Todo ello conformando un corpus al que volver en cada cinta. Allen ha dicho en repetidas ocasiones que su única intención es rodar, y que le permitan hacerlo, ya sea en Nueva York, o en su periplo europeo. Esta última circunstancia le ha hecho explorar el lado más comercial y turístico de su cine, en películas con un guión escaso pero buenos actores que lo arroparan: El sueño de Casandra, Vicky Cristina Barcelona, A Roma con amor o Magia a la luz de la luna, por citar varios ejemplos. También ha dado en el clavo con historias más modernas, mejor trenzadas (Match point o Blue Jasmine) o de humor fino, de ésas que te dejan un buen sabor de boca (Scoop o Midnigth in Paris). Los detractores señalan el agotamiento que destilan sus películas, en las que todo es reconocible, desde los títulos de crédito hasta la banda sonora. Otros, que cualquier película del director neoyorquino —también aquéllas consideradas menores—, es una muestra de séptimo arte, superior a mucho de lo que se rueda hoy en día. Realmente creo que a Woody Allen todo esto le importa un bledo, que se reiría de las críticas sobre su cine —si las leyera—, y que escribe y dirige porque puede, porque le dan dinero para hacerlo. Y porque los actores se mueren por rodar con él. Cada película de Allen es un nuevo pilar en el edificio de su cine, una pieza más de una obra global en el que cualquier espectador reconocería su voz, sus personajes, incluso su vida: la de un judío pequeño y feo que utiliza su mayor nivel intelectual para avanzar y llevarse a la chica. O perderla. Café Society es en este sentido una muestra más de coherencia: el protagonista (Jesse Eisenberg) se convierte en la imagen de un Allen rejuvenecido que tendrá que medrar primero en Hollywood y luego en Nueva York, en la época dorada del cine, con productores infieles, gangsters, dueños de locales donde se canta y baila jazz, y una mujer (Kristen Stewart). O mejor dicho, dos, porque en Café Society también hay tríos. Aunque si en La maldición del escorpión de jade el espectador veía sonriente el romance fugaz entre Woody Allen y Charlize Theron, en ésta asiste incrédulo a la relación entre Eisenberg y Blake Lively.