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LUKE nº 173 septiembre 2016

Antonio Maura

Voces Brasileñas. Adriano Espínola: el artesano de la luz

Adriano-Espinola

La poesía es puro movimiento. Las palabras brotan, se disuelven. Permanecen los ecos, las resonancias de un poema remoto: la vida. Adriano Espínola es un poeta que ha sabido amoldarse a ese cambio permanente, a ese giro interminable y caótico, que ha podido interpretar los sinuosos movimientos de una palmera, el gesto ajeno del mar, el surgimiento de una palabra en la red de un pescador, y ha sido capaz de moldear el silencio en escueta forma sonora.

Le conocí hace ya algunos años en su ciudad natal, Fortaleza, capital del estado de Ceará. Tenía en su mirada una leve oscuridad, una sombra, que era la huella de las profundas aguas que se alojaban en su interior. Y escribía poesía con la meticulosidad de un artesano: sólo conservaba aquellos versos que eran también gestos, unas voces—procedentes del viento, del océano, del hombre―que tallaba en forma de canto. Eduardo Portella, uno de los mayores críticos y ensayistas de Brasil, afirma que "el poeta es un laborioso obrero del silencio”. Lo dice en homenaje a Adriano Espínola, y no falta a la verdad, pues su poesía es eco de un silencio, que se concentra en torno a un centro, gira a su alrededor, se condensa y hace brotar, como por encanto, el poema. Surge así una voz que procede del silencio, y también del vacío, y que, por la ausencia misma que representa ese vacío, es recuerdo, memoria de las cosas y de los seres, aliento cósmico y personal.

Adriano Espínola ha publicado Fala, favela (1981), O lote clandestino (1982), Trapézio (1984), Em trânsito (1996), que reunía sus obras anteriores Táxi y Metrô, Beira-Sol (1997), Praia provisória (2006) y Escritos ao Sol (2015), libro del que se han tomado los poemas que se reproducen en esta página. El poeta es también autor de un libro de relatos, o poemas en prosa, que ha titulado Malindrânia (2009), y de enjundiosos ensayos sobre el poeta barroco Gregorio de Matos y el romántico Sousândrade. Es también profesor de la Universidad Federal de Río de Janeiro y de la Université Stendhal Grenoble III.

En esta breve muestra, que incluye apenas cuatro poemas, se pone en evidencia la exactitud de su expresión poética: sentimos la luminosidad cegadora del sol, la nítida concreción de los paisajes y de sus gentes. Pero, junto al mar y las dunas, junto al ondular de la palmera, se precisa la sombra espesa de una mujer, como una Gorgona, esculpida en el silencio: una vieja que observa el movimiento del Universo, mientras que el mar, con su murmullo, articula las sílabas del ocaso.

Adriano Espínola es un artesano, que deambula por las playas de Ceará, como por las ciudades del mundo, a la busca de algo―piedra, hombre o palabra―que pueda alumbrar con su voz, pues como ha dicho en alguna ocasión, su primer maestro en la poesía fue el sol, que le hacía delirar de tanta claridad: "el sol, padre de todo pensamiento”.

Pesca

La aurora se desamarra del muelle.
Un barco surca el pecho
rosado del mar.
La mañana sacude las ondas
y los coqueros.

El azul prolonga la línea del horizonte.

En la playa, un pescador arrastra
un sol de algas.
En sus manos, un pez salta:
oh palabra de escamas,
espíritu agitado de las aguas.

Las dunas

Tú, hora, revoloteas en las dunas
Paul Celan

Avanzan, sigilosas,
tocadas por la mano simétrica
del viento.

La luz de la mañana
sobre ellas se escurre,
hecha ondas en la marea llena.

Verdevivos
los arbustos se agarran
desesperados
a la blanca memoria de arena.

Allí, las dunas acechan la ciudad
—el bote de arena armado―
a la espera del tiempo.

Tácitas, llevan a la espalda
el presente, aleteante.
En los pechos, el pasado,
circulante.

El coquero

Altivo,
se yergue frente al mar.
Con las palmas agitadas,
quiere ser un pájaro.

Por un momento,
se detiene en pleno vuelo:
la copa verde
abrazada al vasto viento.

La memoria del tronco
se vuelve,
incluso,
dilata-
damente
para la
tierra,
lamiendo
la savia
salada
de los sueños.

El coquero
es un verso vegetal puesto en pie.

La vieja

Esculpida en silencio,
sentada y sabia,
mira el horizonte de la congoja.

Al lado, el mar murmura
las sílabas del ocaso.

Oh belleza antigua y súbita:
sobre su hombro
el instante se reclina,
iluminado.