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LUKE nº 174 octubre - noviembre 2016

Andrés Fabián Valdés

Poemas

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Andrés Fabián Valdés. Es oriundo de Uruguay, nacido el 17 de julio de 1978. Estudia publicidad gráfica en Escuela de Artes y Artesanías Dr. Pedro Figari. En el 2006 viaja a Argentina donde se pone en contacto con diferentes medios literarios. Ha publicado en varias revistas de Uruguay, Argentina, Brasil, Chile, Perú, Cuba, Nicaragua, México, Canadá, Estados Unidos, España, Francia, Italia, etc. Sus cuentos han sido traducidos a diferentes idiomas.

El encierro

Luego de catorce horas de partir piedras y cargarlas al hombro para apilarlas dentro de una volqueta, éramos obligados a caminar en círculo durante una hora, respirando el aire húmedo y gélido del patio. El resto del tiempo estábamos aprisionados en celdas constreñidas y pestilentes, en el abandono más miserable. Dormíamos sobre un suelo tan frío como una tumba y comíamos de alimentos descompuestos y agusanados, siempre bajo la tenaz vigilancia de los guardias que aprovechaban cualquier movimiento ajeno a la monotonía para inventar una infracción y así infligir severos castigos físicos o psicológicos. El fundamental motivo de las represiones consistía en la degradación física y en un deterioro mental desgarrador. Sin embargo, sin mérito de violencia, ningún castigo tenía la capacidad de alteración como el repugnante olor a materias putrefactas, en el que el vaho de las secreciones humanas: heridas virulentas, transpiraciones y excrementos, se mezclaba con los insalubres vapores de las cocinas. El hedor espeso y flotante invadía las dimensiones del perímetro celular, que recibía oxígeno del patio sólo por una rejilla de ventilación, por cierto, bastante obstruida por la suciedad.
Las celdas, de unos dos metros de largo por un metro y medio de ancho, con un cielo raso completamente invadido por hongos, que no llegaba a superar la estatura de los guardias más bajos, estaban abismadas en una oscuridad densa y asfixiante. El aciago ambiente era atenuado por la borrosa luz del corredor al filtrarse por una angosta hendidura ubicada sobre la plomiza puerta de metal, que se abría sólo durante las rigurosas inspecciones, y cuando uno debía enfrentarse a los desalentadores recreos y a los agotadores trabajos.
Contemplando aquella tiznada luz que se colaba como un espectro de la misma muerte, quizás desde otro pabellón, mil veces pensé en la manera de quitarme la vida y mil veces me consolé escuchando los agónicos lamentos del sufrimiento ajeno. No estaba solo.

Invisible a los ojos

Corría embriagada de amor hacia mis brazos. Su corazón era un ave encerrada en la jaula de mi mirada. No te veo, le dije un día, ¡estoy aquí donde siempre he estado!, me exclamó, pues yo sigo sin verte, le insistí decepcionado, ¡mírame, mírame amor mío!, gritó y se desesperó. Sus alas rompieron la jaula. Los alambres de acero lastimaron sus miembros. Al salir voló miedosa y confundida, desdeñando cada rumbo tomado. Le grité, ¡amor ya puedo verte, ya puedo verte! Le grité a aquella pequeñez que se fugaba hacia el horizonte.

Mirada de pena

Miraba a un joven calvo escribir su nombre en una de las paredes blancas y sucias de aquel pasillo con ventanas rotas y techo rajado. Se le veía enclenque, pálido y taciturno. Aún no me explico por qué, pero se encontraba solo.
Tras abrirse una puerta, mi novia y su madre se fueron acercando con un andar fúnebre. Me hallaba aturdido y no lo podía disimular aun sabiendo lo importante que era mostrarme como un fuerte apoyo. El silencio era de una naturaleza ajena a este mundo. Nos abrazamos con un amor intenso con el que intentamos consolarnos y reprimir nuestra impotencia. Con la voz quebrada ella me dijo al oído: Se me va a caer el pelo...
Me quedé sin aliento. Sentí mi voluntad gritar con angustia y enojo. Movido por una doliente ansiedad cerré mis ojos apretando los párpados, y al abrirlos mientras ella lloraba sin encontrar consuelo en mis brazos, volví la vista hacia el joven calvo para saber si nos estaba observando. Ya no estaba allí.