LUKE nº 179 julio-agosto 2017

Antonio Maura

Voces brasileñas. Lêdo Ivo: poemas ibéricos

Lêdo Ivo

Lêdo Ivo ―el poeta que nació en Maceió, en el corazón del nordeste brasileño, y murió en Sevilla― siempre estuvo ligado a los territorios ibéricos. Desde un lejano 1948, que por primera vez vio la luz un libro suyo en Barcelona, en la colección Livro inconsútil, que editaba su amigo, el poeta João Cabral de Melo Neto, hasta sus paseos por España en los que le acompañé en alguna ocasión, siempre estuvo atento a la realidad española, que observaba con ojos vigilantes, entre pícaros e infantiles.

En Bilbao, en octubre de 2011, estuvo leyendo su poesía, en una velada que compartimos con Kepa Murúa, donde definió la poesía como un sentirse ligado a los seres humanos y a la vida tanto animal como vegetal. Un año más tarde moría en Sevilla, pues en aquel viaje no había tenido la oportunidad de conocer la gran metrópoli en la que había vivido su maestro y amigo, João Cabral.

Lêdo Ivo estuvo en todas las antologías que se han publicado en este país de poesía brasileña, desde aquella legendaria de Ángel Crespo de 1973. Sin embargo, su fama contemporánea se debe a la edición de 2009 de una antología de su poesía que, bajo el título de Aldea de sal, tradujeron Guadalupe Grande y Juan Carlos Mestre. A partir de entonces se suceden las ediciones de su poesía, de su narrativa y prosa, siempre traducidas por Martín López-Vega.

En memoria de ese poeta oceánico, que heredó su voz épica de Whitman y Neruda, he querido traducir para Espacio-Luke algunos poemas de su libro Um brasileiro em París, de 1955, donde publica los primeros poemas escritos en tierra española. Sorprende que el primero de ellos esté dedicado a la memoria de Lorca, el poeta asesinado, cuya sangre derramada inundó con su erstela las tierras americanas.

Los poemas aquí recogidos hablan del inmenso amor que Lêdo Ivo tuvo por la tierra y por aquellos que la habitaban ya fuesen hombres, mujeres, plantas, pájaros, peces u otros animales de toda índole y condición: un amor que su voz transformó siempre en canto.

Homenaje a Lorca

Marcha el día a mi lado como un hombre
al viento, y yo soy el día, con sus juncos
en ristre bajo el sol, entre agua y tierra,
y su aceite y vino en el silencio.

Sucio de sangre, un muerto me acompaña
en el camino de nubes y murallas
que me conducen a ti, España, inmensa
piedra caída sobre el mundo y el tiempo.

Marcha el día, solitario como España.
Como un gitano en un jumento, el día
baja del desfiladero y me abandona
(fue en Granada el crimen) donde te derrumbaste.


Guadalquivir

Junto a tus aguas, Guadalquivir,
canta el día, laberinto de piedras
y de sol, sonoridad madura
que resuena entre el pasaje y la metáfora.

Al agua digo: el tiempo no tiene futuro,
presente o pasado. Cosa en sí misma
perpetua, es plano infinito del mundo.
El Guadalquivir siente eso: canta en piedra.

Entre los árboles el día se hace tiempo,
cal íntegra que las pátinas no manchan,
lavada por el agua sucia del río.

Dime, Guadalquivir, ¿cómo puede
alguien vivir sin tu compañía?
Pasas cantando en mí y es bello el día.


Buey en España

En este campo, en España
sólo se ven los huesos de un buey.
Ninguna fuente ni algún mar cercano.
Todo es piedra, en el desierto puro.

Y lejos, en el horizonte, los verdes olivares
guardan su verano para algún buey vivo
que pasta y rumia toda la soledad
de ser un buey en España, en sus campos duros.


Retrato de una aldea

Apenas es una aldea de pescadores, junto al mar.
Al sol, se iluminan los naranjales.
En verano, las naranjas caen maduras en la arena de la playa, se mezclan a las chinas y
[las conchas
mientras los niños se aventuran en el mar
y las mujeres van a buscar agua, los cántaros a la cabeza.
Hombres, escenario y animales se integran en el aire de la mañana.

Antes de que hubiesen descubierto la redondez de la tierra
esta aldea existía, con su iglesia y su cementerio,
los artesanos vueltos hacia el océano, la cal de sus casas, y su aire que huele a flores
y las caballerizas bajo la nieve.
De noche las parejas se amaban gravemente, sensibles al deber
de procrear nuevas figuras para el paisaje.

Del mar, los hombres sacan el sustento, cavando las ondas con las redes que al
[anochecer se extienden en la playa
en el momento preciso en el que, junto a las severas puertas, las jóvenes mujeres
[dejan de tejer.
Los niños se aproximan para ver los frutos del mar
y miran las estrellas marinas y la agonía de los peces
que, en los platos, se unen al aceite, al vino
y a las charlas familiares.

Es una aldea, con sus cabras en colinas de piedra.
De noche, bajo las constelaciones, no se ve el mar ni los olivos.
Un farol, junto a una ventana, ilumina una sala.
En torno a la mesa, una pareja de viejos dormita, un hombre canta y bebe vino
y una mujer joven ofrece a un niño la dádiva de un seno desnudo,
un seno bello y antiguo como Europa.