LUKE nº 179 julio-agosto 2017

Carolina Corvillo

Tatuaje old fashion

Carolina Corvillo

Cristina llegó puntual a la audición. Todo fue bien hasta que, hacia la mitad del texto que tenía que interpretar, reconoció la cara de uno de los miembros del jurado. Desde el principio le resultó familiar, pero ahora podía identificarla perfectamente. Era una cara que pertenecía a un contexto muy distinto. Después de eso, llegó el tartamudeo incontrolable. No pudo recomponerse y se marchó con la cabeza gacha, dejándose en el escenario un pañuelo de color rojo y negro. No la llamaron.

En el club, la noche se desarrollaba como siempre. Allí ella mandaba. Ella elegía. Ella ponía las reglas y si no pasaban la prueba… mala suerte. En ese lugar Cristina no era Cristina. Era Lady Tattoo.

Lady Tattoo estaba en la tarima, contoneándose delante de hombres de todo tipo. Estaba aquel miembro del jurado también, observando, desde abajo, dándose cuenta de que la elegancia se encuentra a veces en antros oscuros. Tenía el pañuelo rojo y negro de Cristina atado a la muñeca, en la misma mano en la que mostraba a la bailarina un billete de cien euros.

La habitación de hotel era amplia y no destacaba por su pulcritud, pero era un ambiente más que adecuado para acabar la noche con una candidata tan bella. Cristina le besó, primero despacio y luego acelerando el ritmo, por los labios, el cuello y el hombro derecho. Le tumbó sobre la cama y empezó a desnudarle. Todavía no sabía cómo se llamaba. Él tampoco recordaba el nombre de la chica que se había presentado al casting. Era un nombre que importaba poco. Lady Tattoo eclipsaba el nombre de Cristina.

Terminó de desvestir al hombre. Luego, le sentó en una silla y le ató las manos por atrás con su pañuelo rojo y negro. El hombre se dejó hacer, maravillado por el juego y la habilidad de la chica para las caricias. A continuación, Lady Tattoo cogió la cartera del hombre de sus pantalones. Sacó su DNI. Álvaro González Peña. Luego empezó a coger billetes de cincuenta hasta llegar a trescientos. Sin ni siquiera mirarle, fue hacia su bolso y los guardó en su cartera. Álvaro sonreía mientras la chica se ponía delante de él y empezaba a quitarse la ropa. Primero las botas, luego la falda. Los pezones estaban duros debajo de la blusa azul y jugó un rato a esconderlos, antes de mostrarse a Álvaro en toda su desnudez. Era un cuerpo bonito. Largos brazos, largas piernas, largos dedos. Los pezones eran oscuros, coronando unos pechos ni muy grandes ni muy pequeños y lucía un poco de vello púbico, cuidadosamente arreglado. En el brazo derecho, tenía tatuada una calavera estilo old fashion. Cerca de la ingle llevaba otro tatuaje; una urraca con las alas desplegadas. Lady Tatto cogió una silla y la puso frente a Álvaro, que empezaba a estar desconcertado. Se sentó en ella, a horcajadas, dándole la espalda. Álvaro podía ver su imagen a través de un espejo grande que cubría la puerta del armario. Se sentía como un voyeur.

La mujer apartó sus cabellos castaños y ondulados de la nuca, colocándoselos en cascada por su hombro izquierdo. Su espalda era una tabla pálida y sin imperfecciones, que se estrechaba a la altura de la cintura para trazar una curva impecable que marcaba el inicio de unas nalgas grandes, algo desproporcionadas respecto al tamaño del pecho. Álvaro se moría de ganas de tocar esa nuca, de acariciar la línea que separaba el cabello del cuello desnudo, trazarla con su dedo índice. Lady Tattoo empezó a masturbarse con la mano derecha, mientras se acariciaba los pechos con la izquierda. Álvaro tuvo un primer impulso de desatarse, pero el nudo estaba muy bien hecho; imposible librarse de él. También sintió ganas de tocarse, pero lo único que podía hacer era contemplar a Lady Tattoo a través del espejo, como si se tratara de una imagen robada, alejada de cualquier cosa a la que él pudiera aspirar en la vida. Él no era nada. Un ser insignificante y terriblemente excitado que se tenía que limitar a ver sin juzgar. Lady Tattoo movía su brazo a un ritmo constante, echando en ocasiones el cuello hacia atrás y gimiendo imperceptiblemente, para ella misma, como si estuviera sola en aquella habitación. Álvaro también veía la calavera en el espejo convertirse en una masa gris, sometida al impulso sexual de aquel cuerpo, que se había transformado en sede del placer. La calavera había marcado una vez a esa mujer, había determinado su vida, sus sueños, sus vigilias. El hombre que se la tatuó tenía gran poder sobre ella. Incluso Cristina, en una ocasión, le había llegado a decir: “soy tuya”. Pero con aquella energía liberada, la calavera era apenas una máscara vacía y formaba parte de ella, como si hubiera estado allí siempre, como si hubiera crecido con su piel.

Álvaro observaba, ensimismado, deseando ser liberado para dar rienda suelta al ardor que experimentaba. En un momento, la calavera desapareció entre el movimiento, el sudor, la oscuridad y el orgasmo de Cristina, que puso los ojos en blanco y exhaló un profundo suspiro de saciedad. Su cuerpo se relajó y apoyó la frente en el respaldo de la silla, ralentizando poco a poco la respiración. Álvaro miró sus hombros relajados, el sudor abriéndose paso por el surco marcado por la columna vertebral. Se le cruzó un pensamiento poco usual. Algo que nunca se habría esperado de sí mismo. Pensó que los huesos de esa mujer debían ser muy bellos, blancos, totalmente despojados del músculo. Luego volvió a mirar la imagen del espejo. El pelo, mojado, más oscuro que antes, cubría el rostro de la chica. La calavera seguía ausente. Unas gotas negras se deslizaban en su lugar por el brazo, cayendo al suelo una vez que terminaban su recorrido en la muñeca.

Álvaro le pidió a Lady Tattoo que se diera la vuelta. Ella se irguió. Sus hombros volvieron al lugar que les correspondía. Su figura volvió a estilizarse, como si nunca hubiera sido presa del orgasmo. Fue girándose poco a poco, hasta sentarse frente a Álvaro, con las piernas cerradas y las manos sobre los muslos, con sus largos dedos extendidos sobre ellos. Álvaro observó, impactado, su rostro. La calavera no se había derretido, había extendido sus dominios a la cara de Lady Tattoo. La tinta cubría la piel de los párpados y el contorno de los ojos, formando oscuras cuencas con dos perlas blancas y verdes en el centro, que eran sus ojos. También ocupaba sus mejillas, delimitando el dibujo de una mandíbula. Sus labios estaban marcados y complicados y precisos sombreados se extendían por su frente. Era como si la muerte le sostuviera la mirada. La urraca había desaparecido de su vientre.

Álvaro intentó gritar, pero no pudo. Lady Tattoo se inclinó hacia él, sonriente. Mantuvo silencio unos minutos. Luego, empezó a hablar ante la mirada desarmada del hombre. Interpretó el texto que tenía que preparar para el casting, como si hubiera nacido para ello en un mundo en el que nadie nace para nada, ni siquiera para morir. Álvaro atendió, perplejo, a una actuación brillante, ejecutada de forma sencilla y llena de matices y emociones. La sombra de un pájaro, probablemente una urraca, se proyectaba caóticamente en todos los objetos de la habitación mientras tenía lugar el recitado, sin conseguir que Álvaro perdiera la atención. Cuando Lady Tattoo terminó, Álvaro pidió más. “Por favor, no pares”, suplicó. Lady Tattoo cumplió su deseo. Le contó muchas historias, tantas como podía recordar. La tinta negra, que al principio parecía fresca, empezó a tornarse opaca para, finalmente, cobrar un tono gris oscuro, desvaído, como el de los tatuajes antiguos. Al cabo de unas horas, la calavera cobró vida propia, la carne desapareció y sólo la tinta grisácea fue real.

Cuando Lady Tattoo terminó de narrar la última historia, Álvaro, de nuevo, pidió más, preso de una fascinación cada vez mayor. Pero la calavera simplemente dijo: “Ya es suficiente”. Volvió la carne, volvió el color negro de la tinta fresca, volvió Lady Tattoo con sus ojos verdes. La tinta, entonces, empezó a distribuirse en miles de ramificaciones que descendían como hileras de hormigas por el cuello de la chica. La calavera se deshizo y la tinta, atrapada en su epidermis, colonizó el cuello, luego el hombro izquierdo y, finalmente, se arremolinó en su brazo. Pasados unos segundos, el tatuaje volvió a lucir como siempre en el brazo de Cristina.

Cristina se levantó, se vistió y se colgó el bolso. Desató a Álvaro, que no tenía fuerzas para levantarse de la silla. Se puso en el cuello su pañuelo negro y rojo, le dio un beso en la frente y se marchó. En cuanto la puerta se cerró, Álvaro fue apresuradamente al escritorio, cogió un cuaderno de notas que tenía el nombre del hotel impreso en cada página e intentó escribir las historias que la calavera le había contado, pero le fue imposible. Nada de lo que había escuchado aquella noche pudo ser plasmado en el papel.

Al cabo de una semana, Cristina recibió una llamada. Había sido seleccionada en el casting. Álvaro volvió a verla varias veces en las actuaciones, incluso desnuda en el camerino, evitando siempre mirar a la calavera del brazo derecho de la chica. Nunca más volvió a hacerle una propuesta sexual.

Una vez, se atrevió a preguntarle por qué llevaba dos tatuajes. Ella le contestó que los tatuajes son heridas que han dejado de sangrar. Luego, salió a escena. Aquella tarde, durante la función, la sombra de una urraca se proyectó varias veces en el escenario, como si el ave gustara de revolotear frente a los focos para captar momentáneamente la atención. El público pensó que era parte del espectáculo y quedó encantado.

Álvaro buscó al pájaro sin éxito. Días después, dejó el teatro.

Carolina Corvillo (Madrid 1988)
Autora de la novela Yo desobedezco o cuento de Ámsterdam (Cassandra21), la colección de relatos de fantasía humorística Cantares no Autorizados del Reino de Nim (Amazon) y coautora junto a Ricard Reguant de la obra teatral Reservoir Cats, estrenada en Bucarest en marzo del 2017. Guionista de los cortometrajes Dentro, dirigido por Facundo Tosso y Dame un Verso, del que también fue codirectora. Guionista de diversos proyectos de cómic con Eduardo García Gutiérrez como dibujante. Cocreadora, letrista y vocalista en los grupos musicales Blacksleeves y Sybiliam. Escritora de los cuentos “Las risas de las hienas” (seleccionado para publicación en el II Certamen Ciudad Galdós y publicado en Bilenio Ediciones), “Dos cadáveres pudriéndose en el río” (Revista Falsaria) y “Helena” (ganador de un accésit del concurso literario de la Universidad Autónoma de Madrid en 2010 y publicado por UAM Ediciones).
Actualmente colabora con la ilustradora Jone Bengoa en un libro de relatos ilustrados, y con el dibujante Eduardo García Gutiérrez en un proyecto de cómic sobre África.
De su obra nos dice:
La búsqueda de la identidad y la libertad, el amor, la locura, la culpabilidad y la conquista de lo extraño se encuentran entre mis temas recurrentes. Uno de mis géneros predilectos es  el drama psicológico, dejando un espacio para la comedia y apostando siempre por un estilo directo en el que lo crudo, lo erótico y las referencias a mitologías y leyendas tienen cabida.