LUKE nº 176 enero-febrero 2017

Álex Oviedo

Cámara oscura

toni-erdmann

Galardonada con cinco Premios del Cine Europeo —Mejor película, director, guión, actor y actriz—, el Premio FIPRESCI del Festival de Cannes o el de Mejor película extranjera del Círculo de Críticos de Nueva York, una de las sorpresas del pasado año ha sido Toni Erdmann, filme alemán escrito y dirigido por Maren Ade. Con tono agridulce, a veces surrealista, otras tan real como humano, la película describe la relación entre una hija (Sandra Hüller) y un padre muy poco convencional (Peter Simonischek). La joven ha triunfado profesionalmente, o al menos es lo que quiere transmitir a su familia, trabaja en una empresa alemana con sede en Bucarest, vive sola y su mundo se rige por la idea de que su profesión es lo más importante; al padre le gustan las bromas, tiene tendencia a disfrazarse —en su bolsillo guarda siempre una dentadura postiza—, y un punto humanitario que le lleva a intentar agradar al prójimo sin adentrarse demasiado en sentimentalismos ni grandes debates. Él también vive solo, aunque mantiene una buena relación con su ex y su nuevo marido, con una madre anciana y un perro moribundo. Padre e hija apenas tienen contacto más que el que brinda el teléfono. Sin embargo, consciente de que ella no es feliz, decide viajar a Bucarest a visitarla, provocando momentos de tensión con los jefes de ella que se vuelven disparatados cuando decide adentrarse en su mundo disfrazado de Toni Erdmann.

A partir de este momento, el espectador asiste al absurdo de quienes viven con el envoltorio del dinero, en una sociedad de contrastes entre el derroche y la necesidad, y atiende a las dificultades no sólo de la relación paterno-filial, sino también a los sinsentidos de la amistad o el compañerismo laboral. La directora juega con el esperpento —la primera aparición de un Toni Erdmann entristecido porque se le ha muerto su tortuga, o la salida de la casa de ella con unas esposas de las que han perdido la llave—, con los vacíos en los que nos sumergimos a diario, los silencios largos en esos diálogos en los que no se sabe qué decir, las meteduras de pata frente al jefe cuando se ha de edulcorar la verdad...

Toni Erdmann es una comedia extraña por lo surrealista de sus situaciones, arriesgada en los planos estáticos o en un ritmo que la llevan a tener una duración de casi tres horas. Es quizás éste uno de los defectos subsanables: los 162 minutos hacen que escenas de la parte central de la trama acaben desgastando al espectador, a veces por repetitivas, otras por la morosidad de sus diálogos. Aunque cuando parece que la historia va a seguir por estos derroteros, la directora nos sorprende con una curiosa fiesta de cumpleaños y vuelve a recuperar el pulso hasta el final. Sin que nos abandone ya la sonrisa de los labios.