LUKE nº 176 enero-febrero 2017

Manuel Felipe Álvarez-Galeano

Conciencia de un nuevo paisaje en la poética de Aurelio Arturo

Aurelio Arturo

Mihi sic usus est: tibi, ut opus est facto, face.
Terencio

Habitamos un territorio vedado por esquemas implantados por un materialismo salvaje. La literatura y, particularmente, la poesía no ha sido ausente a tal convulsión. Relucen los afanes de vincular la lírica a los movimientos, cual si fuera un producto consumista, y se etiqueta taxonómicamente aquello que en lo artístico simplemente pide ser y que grita residir en el momento absoluto y lúcido donde se explaya en mágico esplendor el alma. Tenemos en frente varias décadas y la inevitable extinción de los olores y colores de nuestro campo. Nos ataca un arma oculta desde las corrientes del poder que ha querido evaporar el paisaje en la flagrante magnificencia de sus formas. Andamos perdidos y a tientas buscando nuestra identidad. No ha sido ajena a esta resonancia tanta supuesta teorización que a la poesía han intentado hacerle, como si esta fuese un objeto comercial. Siglo XIX, tildado incautamente como romántico, patético, rosado, exageradamente dramático, y hoy parece que todo lo que ubica al hombre en la conciencia de que siente o que admira y se incluye dentro de un colorido y carnavalesco paisaje como es el de nuestro país, inspira negación y es apelado implacablemente con adjetivos diabéticos.
Dentro de este clamor oculto de la tierra se ubica Aurelio Arturo, el hijo de La Unión (Nariño), pleno macizo colombiano, quien toma la voz para sentir, oler, vivenciar y transcribir con sus versos la música de las montañas. Bien podría él presumirse como un bendecido del celestial paradigmático que llaman destino, por haber nacido en esta rica tierra, donde se desluce una poética que en él ha sido investida para cantarla, pero cuando fue a la ciudad tropezó contra los muros del conflicto que se levantaban en las calles entre los gemidos. Tal vez Colombia, en tal tiempo, años treinta y cuarenta, no tenía tiempo para escuchar poetas que venían a cantar romanticones versos traídos de la montaña, mientras en la ciudad corría la sangre segregada por los machetazos y balas de la lucha bipartidista. Solo había tiempo para escuchar los gritos de las madres, mas no para elevaciones como:
“En la lejanía un ave cantando vuela,
su canto divino apenas llega.
En la lejanía un ave dorada.

En esa lluvia del campo
danza una mujer desnuda, en la lluvia fina,
en la lluvia alegre va danzando” (del poema “Lejanía”).

Esta no es la simple descripción de una imagen, es una voz dirigida en los compases de la naturaleza; unos versos investidos de una sigilosa cadencia. La estructura métrica, si bien no se ubica dentro de la tradición española, emana un compás que no es perceptible en los sentidos de un lector ingenuo que prejuiciosamente quiere sentir en un poema el atroz ruido de la turbamulta. Y no es que esta sea una postura que se niegue a los ojos de una ciudad invadida de fantasmas, al clamor elevado por el asfalto y árboles que entre andenes divisores de avenidas se ahogan por la polución. Aurelio Arturo no puede entenderse como un mero hijo del campo, su voz trasciende del paisaje natural. Ni siquiera su canto se vincula dentro del lugar común de una voz de exilio que desde la ciudad añora el campo. Arturo, una vez ubicado en el paisaje urbano, canta los gritos trashumados en el estupor de la ciudad:
“Yo os contaré que un día vi arder entre la noche
una loca ciudad soberbia y populosa,
yo, sin mover los párpados, la miré desplomarse,
caer, cual bajo un casco un pétalo de rosa” (de “Ciudad de sueño”).

Concerniente a las particularidades del tipo de lenguaje, cabe añadir que dichas características arrojan ciertas deducciones: especialmente, con el tratamiento verbal se entrevé que el poeta da sospecha de un vaticinio, ya que se da un concepto dentro de la pragmática de la lengua, entendido como acto de habla comisivo, pues se trata de un verbo en fututo donde se da una leve intimidación de lo que podrá pasar, y es en este punto donde juega la poética de Arturo, entendiendo este término como un modo de interrelación entre el poema, la vivencia y el poeta. Tal ocupación verbal puede notarse complementada con el empleo de un pasado perfecto y la voz es claramente demandante del paisaje urbano, o mejor, de lo que el hombre ha hecho de él. Es una voz que entiende la ciudad como un paisaje donde se ha perdido el sentido, véanse los epítetos que utiliza para referirse a la ciudad: “[…] soberbia y populosa”. Complementado a esta observación se entra en una postura de idealización por parte del poeta, y es la expresión de un anhelo de subordinar todas estas esculturas productos de la voracidad del hombre civilizado, a la conflagración del mundo del sueño. Plantea entonces retomar los ideales de un plano sensitivo no la imposición de la razón simétrica que eleva edificaciones efímeras de concreto. Propone algo así como oler las rosas en vez de construir colosos que conllevan a la pérdida de un sentido establecido a partir de la naturaleza, y las isotopías o marcas textuales que así lo indican se ven desde el mismo título del poema “Ciudad de sueño”.
Bien podría entenderse este poeta como un romántico tardío, pero lo que se debe dilucidar a partir de sus versos es que él propone que debemos respirar de ese humo, pero no llenarlo de maquillaje. Propone, como se muestra en los versos antes citados, leer los paisajes. Arturo empieza a desarrollar una conciencia del paisaje y es cuando viene lo que con mayor suntuosidad se analiza en su obra, en la más célebre de ellas, Morada al sur. Obra en la cual desarrolla esa conciencia a partir del paisaje que describe. Este libro es una de las mejores fotografías que se hace del paisaje colombiano, y junto con los poemas que tienen la constante fijación en el rural, muchos autores como Fernando Charry Lara y Rafael Humberto Moreno Durán, establecen como los que escribiese en su época juvenil durante su residencia en La Unión y fueron los publicados en Piedra y cielo, desde 1927:
“[…] eran como balbucientes, leves y cadenciosos, y en su armoniosa combinación de pausas fluía trémulamente, morosamente, la atmósfera rural en que transcurrió la infancia del poeta […]” Charry Lara (Liminar, 2003).
A partir de esta observación se plantea una concordancia con el título propuesto para este este texto:
“He escrito un viento, un soplo vivo
del viento entre fragancias, entre hierbas
mágicas, he narrado
el viento; solo un poco de viento.

Noche, sombra hasta el fin, entre las secas
ramas, entre follajes, nidos rotos entre años
rebrillaban las lunas de cáscara de huevo,
las grandes lunas llenas de silencio y de espanto”. (“Poema V” de Morada al sur).

Un lector de los tantos que ahora se encuentran en los cafés, imponiendo sus egos y sus prejuicios incautos frente a este tipo de expresiones, podrá ubicar estos versos dentro del parnasianismo que crítica Silva cuando escribe “El mal del siglo” texto que en Colombia se reconoce como el transitivo hacia el modernismo. No es admisible considerar esto dentro de este tipo de preceptos, ya que en este caso no se hace una exhibición ociosa de la descripción rimbombante de un paisaje o, más catastrófico aún, provisto de engañosas músicas que fácilmente pueden oscurecer la entrada de un nuevo lector al mundo convulsionado de las letras en el estadio de la lectura. Se trata de una expresión seria, formada y sensata de lo que puede hacer un poeta dentro de un paisaje natural. No se trata del romanticismo que divide al poeta y la naturaleza, o un mero oidor testigo de la fenomenología de la misma. En este caso puede verse en unos versos libres no la imposición de un eje, que puede ser la naturaleza o el hombre, sino una medición que entiende la dicotomía como: la naturaleza y el hombre. Para entrar en la raíz de este asunto, se argumenta la anterior observación, a partir de la idea de que, tal como puede verse en el poema, la relación naturaleza-hombre se da a partir de los condicionamientos fenomenológicos: la marca del viento, ente reconocido como fenomenológico de la naturaleza, nótese las iteraciones, son la base de elaboración de la música intrínseca en el poema, casi hasta convertirse en estribillo. En la primera estrofa se reconoce una imagen a partir del viento, el cual simplemente y, evocando los suspiros del yo latente en estos versos, se dibuja como ente fenomenológico, al cual le es provisto un simbolismo particular a partir del adjetivo “mágico”. En consecuencia con esto, la segunda estrofa ya plasma un hombre situado en un umbral, la noche; el factor simbólico en este caso se da a partir de las impresiones de un hombre, que bien pueden reconocerse como derivaciones de un momento concreto, específicamente en el último verso, donde juegan las impresiones en dos niveles claros de profundidad y abstracción: “el silencio y el espanto”, dejando así el poeta una apertura y un surco de impresiones. Más que eso, la conciencia en la poética, es decir, la experiencia del poeta durante y antes de la exteriorización por medio de códigos que fecundan el poema, se propone a partir de que la naturaleza no es tan ajena al sentir del hombre, ya que el ideal es alegorizarlo musicalmente para reconocer por medio de un escrito lo que realmente es poesía, y lo que puede llegar a serlo.
Más aún, con Aurelio Arturo se establece entonces que no es necesario entrar en la discusión irresoluta de si es viable o no, o se construye identidad o no, en ubicar una propuesta poética dentro de una vanguardia, ya que se vio que el logro con éstas, más allá de sus ideales de tejer identidad, lo que se hizo fue levantar muros que condicionaban la libertad de exteriorizar la verdadera voz del cantor. En este caso, no es necesario tomar los versos de Aurelio Arturo como muestras de anacronismo deslucido, lo que bien puede entenderse es que este autor es uno de los muchos que tratan de contemplar las pinturas de nuestra geografía. Él es simplemente un hombre colombiano que acude a lo que expresa Kavafis: “Nuevas tierras no hallarás, no hallarás otros mares, la ciudad de te seguirá” (“La Polis”). Dado esto se observa que no somos ajenos a nuestra tierra, la misma convulsión y fenómenos que a ella la azotan, son la analogía de lo que el tiempo hace con el hombre. No es pertinente ahora leer a Arturo como uno de los tantos cuerpos de poetas que yacen bajo los escombros de nuestra identidad, y como algunos otros que otras identidades o patrias exiliaron como suyos. Pero parece ser el destino colombiano, el de callar mientras vemos los pergaminos del verdadero patrimonio consumirse por la hoguera de los monumentos que sí nos “identifican”.

Arturo, Aurelio. Obra poética completa. Edición crítica de Rafael Humberto Moreno Durán. Barcelona: Colección Archivos, 2003.