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LUKE nº 168 Enero 2016

Francisco Taboada

Cómo lo dijo

foto paula arranz

Fotografía: Paula Arranz

Fue cómo lo dijo.

Su voz sonaba precisa, sólida, fiable. Nadie hubiera puesto en duda la veracidad de todas y cada una de sus palabras. Hablaba con una seguridad tan contundente que convertía lo dicho en cierto. Imponía. Y había que asentir, de inmediato, o el aire se paralizaba a su alrededor.

—Llueve —dijo.

—Sí… —acepté, aunque en el exterior lucía un sol radiante, después de horas lloviendo sin parar…

Debía tener mucho cuidado con el tono, cualquier asomo de condescendencia la pondría agresiva. Llevaba ropa de combate, falda, medias, tacones, chaqueta expeditiva, y un corte de pelo amable de perfil pero de frente felino. Me gustan más los animales que las personas, no tenía problemas para sostenerle la mirada.

—¿Un poco de champán… sería oportuno?

—Siempre lo es —dijo ella, con una leve sonrisa.

Era dueña de su tiempo, de organizarlo al menos. Calculé que daba órdenes a un centenar de personas sin despeinarse. Serví dos copas, le entregué una, y me fui con la mía al otro lado del sofá. Miramos desde lo alto la ciudad, activa en el mediodía de otoño. Volaban hojas del parque hasta las aguas turbias del río.

Durante unos minutos sosegados, contemplamos la pelea de las nubes para reducir al sol. Venían del fondo, oscuras, rápidas, y lo acorralaron hasta ocultarlo. Sonó un trueno, más allá de las montañas. Ella se quitó los zapatos, encogió las piernas y puso sobre ellas un cojín, como si tuviera frío. Apuré mi copa, me serví otra, me senté a su lado:

—¿Cansada?

—Agotada, más bien.

—Tiempos difíciles.

—Lo son. Y también extraordinarios. Hay que estar más despiertos que nunca, siempre alerta, la tensión se acumula…

Debajo de su camisa de seda, los hombros apretaban y soltaban, apretaban y soltaban. Pensé masajearle los pies, pero no era una mujer que aceptara un masaje, ni blanduras semejantes. Tampoco había venido a pelear, todo lo contrario. Pero se notaba en sus ojos el hábito de la mentira, el permanente encubrimiento, era una persona estratégica: cualquier comedia sería entendida como parte del fingimiento diario y eso la tensaría más y le impediría disfrutar. Calmarse.

Un rayo único, seco, anunció el regreso de la tormenta. La tregua había sido breve. Ella bebió de su copa hasta vaciarla, y aprovechó que la dejaba sobre la mesa para coger la mía y darle un sorbo:

—¡Vamos? —dijo, con media interrogación. Su voz sonó algo chiquilla, confidente, incluso tierna. Una generosidad por su parte. Me facilitaba el trabajo.

Nos desnudamos cada uno en un lado de la cama. La luz del dormitorio estaba ajustada para evitar exhibiciones innecesarias. No se debe someter a las mujeres de cierta edad a ninguna valoración física que enturbie su encanto. Nos cubrimos con la sábana, ella se pegó a mí con familiaridad, puso su cabeza sobre mi hombro y jugueteó con los pelos de mi pecho. Espero hasta unificar nuestra temperatura y luego tomó la iniciativa. Sin prisa. Con eficiencia.

No hago servicios discretos para luego difundir los detalles, sólo diré que le costó bastante distender los músculos de los hombros. Después tomamos otra copa de champán a medias, y repetimos la función. Procuré que cada gesto contuviera una dosis generosa de alegría. Conseguí arrancarle una sonrisa, luego risa verdadera, y eso la asustó:

—Tengo una reunión a las cuatro, debería ducharme… y secarme bien, no pudo parecer tan desvalida.

Intenté imaginármela desvalida:

—Al fondo. La puerta roja. Hay un secador de cuerpo entero.

Pudiendo bajar por su lado de la cama, prefirió pasar sobre mí, demorándose. Sus ojos me interrogaron, quería determinar el margen de confianza. Yo abrí los brazos y apreté los labios con fuerza. Ella acercó su cara a la mía, sacó la lengua con lentitud, me lamió como a un caramelo y desapareció de un salto.

Me quedé en la cama, mirando al techo, esperando. Esperando que no volviera a suceder, como sucede siempre cuando escucho el sonido de la ducha. El olor intenso que habíamos dejado en la habitación reclamaba algo más. Sentí la punzada en el estómago. Me encogí, dolido. El amor, aunque breve, descompone. La ducha fue larga, pero al fin dejó de sonar. Ya me había borrado de su cuerpo.

Ella regresó, se vistió, tengo que marcharme, bien, a qué viene esa cara, tristezas, ¿no me acompañas a la puerta?, no, mejor que no te vean conmigo, así sólo serás una mujer que sale de una puerta.

Mi amor sólo duraba aquel instante. Si no se marchaba pronto… Ella cabeceó y se encogió de hombros:

—¿Y lo otro?

—Junto a la puerta.

Su cuerpo se endureció. Su mirada recupero la ferocidad. Tuvo el coraje de despedirse con una sonrisa y un sarcástico aplauso sordo. Luego se giró en seco y salió al pasillo. Esperaba que arrojara sus billetes al suelo, como hacen otras, las que no vuelven, pero ella cumplió con el trámite y, después de un minuto largo en que casi se la oía pensar, regresó:

—Me llamo Teresa Sánchez Valcárcel. Tengo responsabilidades, suelo estar muy ocupada. Los jueves a esta hora me viene bien…

La miré. Como quien ve florecer algo.

—Los jueves, claro, sí.

Me senté en la cama. Cogí el móvil, pulsé los contactos y comencé a escribir su nombre. Ella se sentó a mi lado. Deslizó con destreza el dedo índice por mi espalda, la piel se erizaba a su paso…

—Para quieta.

Me puse colorado. Yo.