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Vivo en una ciudad donde las casas son de azúcar de colores y llamarse Cirilo Libertad, Juan Sopa o Venceslao Nobebió no tiene nada de particular, de exótico o estrafalario, ni siquiera de grotesco. Vivo en el corazón de Europa, en un país célebre por su cerveza y por una consonante impronunciable que dio a conocer el ilustre compositor de la sinfonía del Nuevo Mundo. Desde aquí se ven las cosas de otra manera que desde Finisterre. Se oye más hablar de Bielorrusia y Ucrania, de Hungría y Bulgaria que de la península Ibérica, de la que llegan de vez en cuando los ecos de las bombas y de las olas de la costa mediterránea.

Este es un país como cualquier otro, con sus virtudes y sus miserias, con burocracia imposible para todo aquel que no tenga pasaporte nacional (como ocurre en todas partes). Es un país que mira con miedo a quien habla otra lengua, en un intento de afirmar una identidad barrida varias veces en el discurrir de la Historia, que destila pesimismo vital (o tal vez sea sólo una mezcla de realismo, cinismo y escepticismo) en el hablar de sus ciudadanos. También es un país culto, pero de diferente manera. Todo el mundo conoce a Bulgakov y su Margarita, sabe leer el alfabeto cirílico; pero casi nadie conoce a Octavio Paz y Neruda no es el seudónimo del poeta chileno sino el verdadero nombre de un escritor decimonónico. Por increíble que parezca la televisión estatal emite en horarios de elevada audiencia óperas, conciertos de música clásica, películas europeas y asiáticas en versión original subtitulada en las que no hay ni una sola interrupción publicitaria, incluso ¡un programa de poesía! Hay quien dice que en este país cada habitante lleva un músico en su interior y es cierto que en pocos hogares falta un instrumento; sin embargo yo añadiría que también lleva un hortelano; aquí no existe un jardín sin huerto y vale más un albaricoquero que un abedul. En algunas cosas éste es un país singular.

Después de cinco años viviendo aquí me he acostumbrado a su austeridad y a su emotividad dosificada y hasta me apabullan nuestras exageraciones subpirenaicas. Pero sobretodo me he acostumbrado a la vida diferente de esta ciudad camaleónica, al olor de sus lilas en primavera, a la luz fantasmagórica de sus farolas reflejada en la nieve y el silencio del invierno, a la suavidad de los cisnes en las aguas oscuras del río, a todo eso que no ven los turistas apresurados. Desde aquí miro al mundo, desde aquí observo y me pregunto sobre sus errores y aciertos, desde aquí reflexiono y, cuando logro detener el tiempo, escribo. No sé por qué tengo la vana y altruista idea de que las palabras todavía interesan a alguien.

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Fotografía: Carmelo Mtz. de Guereñu