Es la naturaleza una obra de arte con el paisaje sorprendiendo a nuestros ojos. Es el arte reflejado en una realidad que descubre nuevos matices en la mirada. Es una ciudad sostenida por el humo. Son las calles donde la gente camina como fantasmas que se descubren sólo cerca. Los días que amanecen con niebla donde nada se ve como antes, la luz blanca convierte los ojos atentos en una atmósfera que nos remite a los cuadros que vimos en los museos. Los días que se pierden en la niebla son como las fotografías en blanco y negro desdibujadas por el tiempo. Los días en que no se ven los objetos, los rasgos de las personas alcanzan su verdadera intensidad como sombras que caminan flotando. Solitarios que persiguen una extraña lentitud, almas que viven en la soledad de sus apariciones, los días en que la niebla se funde con el paisaje y la ciudad se vislumbra como una nube inmóvil al descubierto. En esos días las calles no tienen nombre, las luces se encienden por la mañana, las ventanas no se abren de par en par, las puertas se mantienen cerradas y los patios guardan sus flores mojadas en una imagen que se bendice ante el tiempo. ¿Hace cuánto tiempo que no se veía un día así? La iglesia con sus arcos, las calles con sus pasadizos, la música en un silencio dominante, en un paraje que recuerda el poder de la naturaleza cuando juega a ser arte. Esos días señalados todos confunden el norte con el sur y nadie es capaz de encontrar una plaza céntrica o la avenida principal. La niebla es un pañuelo blanco que tose en silencio, es un tren que lleva al sueño a su abandono, es un rezo que habla de todo un pueblo acurrucado en los pliegues de su memoria. A veces se tiene miedo, a veces se siente la libertad en los días de niebla. El temor se confunde con el hábito y la felicidad se difumina en el sentimiento de sus habitantes que continúan saliendo a la calle los días de niebla donde por no verse nada es como si se viera todo.

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