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LUKE nº 175 diciembre 2016

Lukas Reig

Una sonrisa amarga

Sarah Lawrie

Foto: Sarah Lawrie

Paseo por las calles este viernes de noviembre en una ciudad asustada por la llegada del invierno. El aire del norte convierte los paisajes mediterráneos en algo parecido a un cuadro hiperrealista. El sol amarillo pálido parece despedirse y dibujar las siluetas de los edificios como si fueran a desaparecer. La gente se mira con esas sonrisas tristes que a veces vemos en las salas de los tanatorios. Llego a la terraza de una plaza despejada, rodeada de naranjos que parecen crecer del cemento; me siento en una silla metálica plateada y mi mirada se pierde en el infinito. En la mesa brilla un rayo de una luz extraña que se descompone al atravesar el cenicero de cristal, adornando la chapa plateada con los colores del arco iris. A mi alrededor una pareja de arquitectos hablan inclinados sobre sus planos y se muestran proyectos a través de un iPad con un programa en 3D. Al otro lado unos chicos y chicas de quince años gritan como pájaros libres en su hora de recreo que por lo que parece se va a alargar un rato. Estoy esperando a la que fue mi novia a los veintitrés años, la que creí que era la mujer de mi vida. La encontré en una red social después de treinta años sin vernos. El cómo y el porqué nos separamos tras unos años de amor descontrolado no vienen a cuento. No sé qué espero de este encuentro y todas las líneas de conversación que he imaginado me parecen tan obvias y manidas que no voy a ser capaz de decirlas. Pido una cerveza y me quedo mirando la espuma mientras oigo el parloteo de los chicos, que me tranquiliza. A mi espalda suena una voz que me eriza la piel de la nuca, una mano me toca el hombro y por fin sus palabras se ordenan en mi mente: “Hola, tú siempre con esa postura de estar harto de todo”. Me levanto y la miro, está preciosa con un vestido estampado y una cazadora de cuero rojo, sus ojos negros han ganado en intensidad todo lo que su piel ha perdido en tersura. La cojo de las manos en un gesto algo forzado, pero que los dos consideramos adecuado, y le doy dos besos en las mejillas. Huele a mujer madura que ha encontrado su sitio en la vida. Le contesto con una voz ronca que no es la mía, y digo: “vaya, es la primera vez que llegas puntual desde que te conozco”. Sonríe y dice: “sólo he tardado treinta años, no me digas que me has esperado aquí todo este tiempo”. Y la frase hace que se relaje la tensión y entablamos una conversación convencional sobre mi familia, la suya, los muertos que hemos dejado atrás y los que no hemos podido dejar.

Me cuenta que su marido es diez años mayor, rico y celoso. Yo le digo que los maridos celosos me parecen encantadores, pretender controlar los deseos de una mujer me resulta igual de fascinante que de estúpido. Ya he aprendido que las mujeres solo están contigo cuando ellas quieren y que esa es la única forma de tenerlas a tu lado. Los dos sabemos que no nos vamos a ver más, eso hace que todo sea más fácil, los dos queremos decir lo que no pudimos decir entonces y cerrar esa pagina sangrante. Y conforme vamos desgranando temas colaterales nos damos cuenta de que ya no hay que decir nada, que sobra con las palabras que hemos logrado hilvanar, que bastan las miradas y el leve roce de una mano para despedirnos hasta la eternidad sin que nada haya quedado pendiente. Solo necesitábamos ver cómo había envejecido aquel recuerdo emocional, sentir ese destello de lo que hubiera sido nuestra vida juntos en este tiempo que nunca existió. La conversación se apaga al mismo tiempo que el sol desaparece y ella dice: “bueno, sabes te quise de verdad, corazón, no lo olvides”. Le contesto que he vivido con esa convicción, que yo también la quería, y que esa emoción imposible me ha mantenido en la creencia de que sí existe el amor entre un hombre y una mujer y me ha hecho la vida más llevadera. Veo que sus ojos negros se humedecen por un momento, coge el bolso de piel y la acompaño hasta un taxi. Nos miramos a los ojos sin decir nada. Sube y me aprieta la mano antes de cerrar la puerta, y veo cómo desaparece entre el tráfico amorfo de esta ciudad. Suspiro, voy andando hacia casa, me veo reflejado en la cristalera de una tienda de ropa, y una cara que apenas reconozco me devuelve una sonrisa amarga.