nº 185: septiembre-octubre 2018

Doble espacio: Bartleby y la prosopopeya del propio exilio

Manuel Felipe Álvarez-Galeano

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Fotografía: © Miguel Arévalo

BIOGRAFIA:

Manuel Felipe Álvarez-Galeano (Medellín, Colombia), vivió sus primeros años en El Peñol. Filólogo hispanista de la Universidad de Antioquia. Magíster en Estudios Avanzados de Literatura Española e Hispanoamericana, de la Universitat de Barcelona. Escritor, corrector, columnista, traductor y conferencista. Docente de griego, italiano, portugués, latín y distintas materias humanísticas. Ha recibido distintos premios y reconocimientos en América Latina, donde ha participado en festivales, además de impartir sus conferencias. Su obra ha sido publicada y antologada en quince países y traducida a siete idiomas. Ha publicado los libros El carnaval del olvido (2013); Recuerdos de María Celeste (2002) y la novela El lector de círculos (2015).

El ser humano en su condición de animal político encuentra en su eterna dicotomía, entre el tópico individual y social, el elocuente laberinto de sus ideas: ese mundo de la subjetividad donde se configura su discurso vital. Es el sitio que sumerge al escritor en su propia poética, ya sea como trinchera o exilio. El escritor barcelonés, Enrique Vila-Matas, bien recrea esa mímesis sinestésica donde el escritor se fecunda en su juego de realidades: la propia y la común para elevar su palabra creativa y vivificar nuevos mundos. Como bien menciona Rodríguez-Fischer (2003, 1):

[…] ese “mundo de escritor” constituye una realidad autónoma e independiente, distinta ya de la “real”, no contrastable con ésta dado que no surge de la fidelidad ni obedece a un ejercicio de mímesis, sino que es resultado de un impulso o anhelo de creación.

Surge, de esta forma, una disputa entre esos mundos y surge una herramienta narrativa, muy a la sazón de un «cronopio» cortazariano o un «aventi» de Juan Marsé, Bartleby, que, además de fundarse como una prosopopeya, constituye el puente narrativo entre el discurso y lo factual. Este recurso, adicionalmente, describe un público directamente vinculado con una cultura lectora más que un bando o grupo marginal como se tratara en un ejercicio propio y estereotipado del realismo social. Al leer esta obra, es tentador pensar en un personaje como Harry Haller o algún personaje del realismo dirigido en Francia por Balzac, cuyos personajes son más exiliados en sí mismos y en los que las costumbres abstraídas y esmeriladas por una enmarcada metafísica dan pie a la creación de personajes y atmósferas marcados por una complejidad psicológica, siendo la soledad una matriz de muchas otras condiciones del ser, tal como se deduce en el texto 48 de esta novela: «Wakefield y Bartleby son dos personajes solitarios […]» (Vila-Matas, 2000, 109) y, como un mosaico de arquetipos modelados consecuentemente, se describe: “Es un claro antecedente de los personajes de Kafka –Bartleby (ha descrito Borges) define ya un género que hacia 1919 reinventaría y profundizaría Kafka: el de las fantasías de la conducta y del sentimiento” (Vila-Matas, 2000, 109).

Esa exacerbada dicotomía entre las realidades, como apunta Rodríguez-Fischer en la cita mencionada, reconoce una negación al mundo, al discurrir corriente y lineal, es una fuente renovadora descrita, incluso, desde lo absurdo y bajo la noción extrínseca de la contemporaneidad. Es, entonces, la acepción de una necesidad de concurrir a la prominencia del yo, por más demoníaco que parezca ese descenso: «Hablar –parecen indicarnos tanto Wakefield como Bartleby- es pactar con el sinsentido del existir. En los dos habita una profunda negación del mundo». Es, en este punto preciso, donde se aclara que esa negación al mundo común es exactamente recíproca si se mira la poca aceptación que tendría este modelo social de ser humano en una galaxia de seres procazmente moldeables.

Esa noción de Bartleby como descripción del escritor que limita fugazmente su obra a la esfera circular del cafetín, es la misma que tiene ese conflicto con las estructuras globalizadas y corrientes, más aún, cuando se perfila desde la aseveración del escritor fracasado: «[…] apenas había dicho algo ahora acerca del fracaso literario como causa directa de la aparición del Mal» (Vila-Matas, 2000, 111) y continúa: «[…] pero es que el caso de los fracasados, si lo pensamos bien, no tiene mayor interés» (Vila-Matas, 2000, 109). De esta manera, se plantea una aversión conflictiva con los esquemas de una sociedad nombrada como «exterior» lo que plantea que ese estatus en el cual se ubica al modelo Bartleby es de un submundo que puede desvanecerse al confrontarse con ese mundo de la realidad común y es por eso que se protege. La obra termina con la potestad sobre su creador, como una corresponsabilidad entre ambos, por medio de la personificación de esta en el compromiso de la palabra. Ya no se piensa en el protagonista como vivificación de una voz colectiva, casi caudillista, sino desde el exilio y la abstracción propia frente una sociedad ahogada en sus preceptos. Bartleby termina vinculándose, cada vez más, como el personaje kafkiano o, con más especificidad, en Gregor Samsa, aquel personaje que se despierta siendo un bicho y jamás se pregunta ontológicamente el porqué, simplemente, se ubica en un lugar del espejo. Dicha hermenéutica que plantea una potestad de la obra, una peroración del Bartleby, puede recrearse en la cita: «Este diario –que, por cierto, cada vez me está aislando más del mundo exterior y me va convirtiendo en un fantasma». (2000, 111).

Incluso, ese concepto del fracaso literario se perfila dentro de una relación cínica e irónica según lo plantea el narrador, penetrando en unos estados interiores complejos como es el suicidio y, con aventurada, aunque no se sabe cuán valiente osadía, menciona el suicidio y, aún más, el hecho de cesar la escritura a posteriori del fracaso literario como una forma vergonzosa de morir: «Si el suicidio es una decisión de una complejidad tan excesivamente radical que a la larga es una decisión en realidad simplísima, dejar de escribir porque uno ha fracasado me parece una simplicidad aún menos abrumadora» (Vila-Matas, 2000, 111). Aunque bien, puede recrearse el hecho de que la escritura continúa siendo, más allá del éxito editorial, una victoria frente al concepto mismo de la vida. Se constituye como una tiara frente a la complejidad misma de la existencia, es por esto que, complementaria a la anterior cita, se menciona la imagen de Melville como constructor de este símbolo: «Fue en 1853 cuando Melville, que contaba solo treinta y cuatro años, llegó a la conclusión de que había fracasado […] viendo su fracaso, escribió Bartleby, el escribiente, relato que contenía el antídoto de su depresión» (2000, 112).

Para concluir, se puede determinar que ese espacio emotivo que rodea al escritor que fracasa editorialmente se remembra con sutil dialéctica en esta obra de Vila-Matas y con el lumínico recurso de la prosopografía, se evidencia cómo el juego con los tiempos es un instrumento eficaz en la escritura. Quizás la cita que mejor concluye lo analizado en este estudio, podría ser la siguiente: «Todo lo que escribió en los treinta y cuatro últimos años de su vida fue hecho de un modo bartlebyano, con un ritmo de baja intensidad, como prefiriendo no hacerlo y en un claro movimiento de rechazo al mundo que le había rechazado» (Vila-Matas, 2000, 113).

BIBLIOGRAFÍA

CONTE, R., y OTROS (2000), «Los mundos particulares de Enrique Vila-Matas y
Miguel Sánchez-Ostiz». En: Historia y crítica de la literatura española (Coord. Francisco Rico), Vol. 9/1, Los nuevos nombres: 1975-2000 (Coord.
Jordi Gracia), Barcelona, Crítica, pp. 378-391.

POZUELO YVANCOS, J. M. (2010), Figuraciones del yo en la narrativa: Javier
Marías y E. Vila Matas, Universidad de Valladolid, Cátedra Miguel Delibes,
Ensayos literarios, 6.

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