Menu

LUKE nº 170 marzo 2016

Ana María Freire

Rosas purpúreas

ana maria freire

Recorremos con María Eugenia la feria, para pasear y ver al mismo tiempo si hay alguna cosa que nos interesa.
Nos detenemos en el puesto de flores, la variedad es asombrosa.
Ella sabe que mi debilidad son las rosas y no de cualquier color, sino las purpúreas. Nos apenamos un poco, porque la florista no tiene ni una, justo hoy, fecha de nuestro aniversario.
Resignadas nos miramos, sabiendo que eso es lo más importante.
Por la noche iremos al mismo restaurant que vamos siempre, cuando necesitamos cambiar nuestra rutina diaria. Un lugar muy afín con nuestros gustos refinados. Y aunque ella disfruta como yo de una posición económica media, de tanto en tanto lo visitamos con placer.
Estamos sentadas en una mesa para dos. A ambas nos gustan las mesas redondas. Un mantel blanco y suave desborda los límites y cae como distraído. En el centro hay un arreglo floral, y aunque sus flores no son naturales, despiden ese perfume especial que tiene el aceite de mirra.
Durante las horas que estamos ahí nos olvidamos de las cosas que suceden en el mundo, aunque sea por ese rato, y nos concentramos en nuestros sentimientos.
Recordamos la caminata por la feria. A pesar de no encontrar las rosas buscadas. Hablamos de otras flores que parecían expectantes esperando un futuro dueño.
Al mirar a María Eugenia descubro que no tiene buen semblante.
Está demasiado pálida y por primera vez vi su rostro velado, bajo la luz tenue del lugar.
Le pregunto si se siente bien.
Me responde que hoy experimenta una felicidad asombrosa y ríe.
Pienso que la respuesta no es la indicada, pero no insisto.
Pedimos “salmón al romero con cebollas caramelizadas” y para beber un “Sauvignon blanc des blancs” .
Mientras esperamos que nos sirvan, casi a la vez decimos:
–¡Qué fragancia tiene! ¿Aceite de mirra?– Y nos reímos por la coincidencia.
Ella agrega que en las clases de meditación y yoga el aroma la distiende.
La miro, y por un instante parece entrecerrar los párpados, entonces yo cierro los míos. Huelo el perfume y acaricio su mano.

Al instante siguiente, oigo un golpe fuerte y hueco. Abro los ojos y veo su torso y su cabeza caídos sobre la mesa. Grito… ¡ayuda, por favor!

Llegan los paramédicos. La trasladan al hospital más cercano. Los sigo en mi auto. Estaciono y entro corriendo, pero ya es tarde. María Eugenia ha muerto.
Un médico dice que fue un ataque cardíaco.
No conozco a su familia. Imposible llamar a nadie.
De un momento a otro cambió todo. Estábamos felices en nuestro primer aniversario.
Se me acerca otro médico. Me pregunta si soy su hermana. Le respondo que no. Entonces me dijo que hacía casi seis meses que se controlaba de una arritmia peligrosa.
–No lo sabía, nunca me dijo nada en todo este año que vivimos juntas.
El médico agrega que ella sabía a lo que se exponía.
–Descanse un rato –me dice– trataré de ubicar a su familia.

En el entierro, alguien me entrega unas piedras pequeñas que esparzo sobre la tierra, como símbolo de que lo único que desaparece es el cuerpo.
Una joven que puede ser su hermana me entrega un sobre y me aclara que lo abra cuando llegue a casa.
Algunas personas que nunca vi me saludan. Destrozada subo a mi coche y me dirijo a mi casa. Al llegar abro mi cartera que tiene dos manojos de llaves idénticas. Abro la puerta. Me siento y rompo el sobre.
En una hoja blanca y con perfume a rosas leo:
«Los últimos momentos de mi vida junto a tí fueron únicos. Estaré de algún modo en el lugar de siempre, junto a tus rosas.
María Eugenia»
Me recuesto en el sillón y cierro mis ojos para que mis narinas se impregnen del perfume.
El aroma que huelo en la hoja escrita por ella me lleva al lugar que visitábamos con frecuencia.
El arreglo floral ya no está sobre la mesa redonda, sino un ramo de rosas purpúreas con su perfume inconfundible.