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LUKE nº 172 verano 2016

Diego Martínez

La canícula

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Diego Martínez nació en Caracas, Venezuela. Licenciado en Literatura Francesa en la Université Paris 8, también participó en la primera promoción de la maestría en Escritura Creativa por la misma universidad. Es cuentista y traductor y sus primeras obras, como La vida sexual y triste, han sido publicadas en diversos medios digitales.

A Mauro Bozzano

EL OFICIO DE ESCRIBIR es un oficio poblado de canallas y de tontos —había dicho Roberto Bolaño en una entrevista que le hicieran en Chile, y yo la había escuchado y había asentido y había dicho en voz alta, ¡oh, qué gran verdad! Y luego me había encerrado a escribir durante cuatro años, cuatro años en los que me dediqué a coleccionar en silencio fracaso tras fracaso y a labrar en mis adentros una gastritis que amenazaba con reventar en cualquier momento. Pero esta vez la canícula había llegado y se había instalado definitivamente en París, y yo había dejado de dormir y de comer y de hidratarme y me mantenía escribiendo como un poseso los primeros relatos de este blog, sin saber si llegaría a terminarlos o no. Afuera, el cielo permanecía desvergonzadamente limpio, azul y limpio, como si jamás una nube lo hubiese atravesado. Pero habíamos tenido un año espantoso y muy en el fondo yo pensaba, como el bueno de Bolaño, pensaba que la literatura estaba llena de imbéciles, llena de gente como yo que había escuchado o creía haber escuchado el llamado, con lágrimas en los ojos. Eso fue lo que pensé o lo que escribí y luego me acosté a dormir, acaso con fiebre. Y entonces soñé que estaba hablando con un grupo de gente que no podía reconocer, gente insoportable que gesticulaba y alzaba la voz, y que de repente Roberto Bolaño se acercaba a donde estábamos nosotros y nos saludaba, nos daba la mano, y que luego se ponía a contarnos un chiste, así, como si nada. Y yo me dije, ¡Dios santo, si es Bolaño! Pero Roberto seguía contando su chiste y yo me ponía cada vez más nervioso, más frenético, así que decidí interrumpirlo y le dije, escucha una cosa, Roberto, escúchame: hace tres días que sintonicé una emisora rarísima con mi transistor, me creas o no. Lo cierto es que llevo cuatro años devanándome los sesos y recién hace tres días que llegó la canícula a París, y con la canícula logré sintonizar la jodida emisora, y a partir de ese momento supe que ya no me devanaría más los sesos. Supe que trabajaría como un desgraciado, eso sí, pero que no me devanaría más los sesos. Ahora sólo me basta con encender el transistor y las historias se ponen a circular frente a mí y yo me siento y comienzo a teclear con los ojos vueltos hacia el techo, como un poseso. Comienzo a transcribir las historias, una por una y todas a la vez, pero estoy agotado, Roberto, estoy hecho polvo. Tengo miedo, tengo calor, tengo taquicardia. Siento que si no apago el transistor voy a morirme de un paro cardíaco. Entonces me asusto y pienso que yo sólo quiero vivir tranquilo y conseguir un poco de la dignidad que me corresponde. Pero y si apago el transistor, ¿qué? ¿Qué sucederá con el transistor si lo apago? Dime, ¿qué sucederá con el transistor, Roberto? Pero Roberto trató de ignorarme, acaso porque me vio frenético, e intentó seguir con su chiste. Y claro, yo sabía que no podía dejar pasar la oportunidad de hablar con él, de contarle acerca de mi transistor y de la canícula, de preguntarle, de manera que insistí, Roberto, Roberto, escucha, escúchame: pongamos que soy un imbécil. O no, no pongamos eso, todo el mundo que me conoce sabe que soy un imbécil. Pongamos que soy un cobarde, eso, pongamos que soy un cobarde. Pero tú, tú también sintonizaste una emisora y te pusiste a transcribir como un poseso durante años hasta que te moriste como un perro. Te moriste porque no quisiste o no pudiste apagar el transistor, Roberto, ¿no es cierto? Entonces Roberto pareció desistir de su chiste y trató de sonreírme como pudo. Me parece, querido, me dijo mientras se acomodaba los lentes, me parece que es de mala educación hacerle preguntas a los muertos, y luego se despidió de todos nosotros muy amablemente, siempre con una sonrisa en los labios, y se alejó caminando hasta perderse en la oscuridad de mi sueño.