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LUKE nº 171 abril 2016

Enrique Gutiérrez Ordorika

La leyenda de Ranval

clouds

foto: ©ardiluzu

“Y el mundo
me parece menos amargo
porque tú volverás a contar la historia”.

Eavan Boland (En un tiempo de violencia, Leyendas)

Todo comienzo nace de una afirmación poco afortunada: Hay una leyenda que cuenta la historia de Ránval. Luego llega el desmemoriado y multiplica los panes y los peces. Ránval, el marinero, no conoció el agua ni sus caricias; navegó mares de humo al norte del estrecho de los lamentos, al sur de los arrecifes donde el olvido pierde a los náufragos, al norte, muy al norte, donde al dios sol le da vergüenza enrojecer. Allí se extienden reinos en ruinas, donde amantes de trenzas azuladas asesinaron al último príncipe, y enanos suicidas esconden sus duros corazones en vetas de carbón. Hay un abismo, como única salida del laberinto, y una esperanza por la que se despeña a los condenados. Hay un templo y un ombligo, mil clases distintas de lujuria y un solo vientre en el que apagar su sed. Hay leños que crepitan en las fogatas sin consumirse y ríos de esperma en los que se bañan inútiles sueños. Su padre era jardinero. Guardián de un árbol de tronco seco en el que se iza un ahorcado todas las primaveras, para advertir a los peregrinos. Su madre era lavandera. Lavaba sábanas de amores desafortunados, junto a harapos que envuelven a enfermos purulentos y un desdén cristalino que se lleva la corriente. Tenía hermanas y hermanos. Gotas de levadura que suda la estirpe, entre el mugido de la vaca y la quijada del burro:

Ebeni, la muchacha sin rostro que prestó su espalda al horizonte. Das un paso y se desvanece.

Ergul, el de la cítara que suena a sonajero y vive en el pasillo que lleva de la estancia del llanto a la habitación del bostezo.

Rurte, la belleza pálida que se oculta tras el tul de la cortina y escribe en la arena garabatos incestuosos que anuncian alfabetos.

Pantha, el guerrero al que la flecha del hada atravesó su frágil coraza de nieve.

Tull, el del caminar alado, pie de vencejo, añorante pintor de lejanías.

Luego Ránval, el que pasa la página, el que muestra como retrato de la hoguera la ceniza. Un mudo lo murmura, un manco lo muestra, un ciego lo descubre...

Roto el cuenco de la edad, lo escupieron sobre la ciudad. Había un vagabundo haciendo el amor a una farola, electrocutado entre el éxtasis y el calambrazo, y una prostituta tosiendo sangre en una hoja de periódico en la que aparecían rostros de antiguos clientes a los que se deseaba un feliz descanso -amante esposa, hijos, nietos y demás parientes-. Había un cura visitando a un sastre, necesitado de alargar la sotana para ocultar sus pecados. Había paseantes cruzando los puentes de la siega de la vida y el crepúsculo; alaridos de sirenas y charcos en los que croaban ranas invisibles. Había mujeres en los ventanales de algunos edificios, soñando azucaradas fantasías; y un aroma a sexo húmedo que no presagiaba nada bueno para la ingenuidad de un muchacho. Había una pared llena de agujeros donde fusilaron inocentes, y una alcantarilla obstruida por la conjunción de un chupete, una rata muerta, una lata de cerveza y un condón usado. Había un ejército de curiosos y murmuradores huyendo por las aceras, y un rumor en medio de aquella muchedumbre que Ránval llamaba soledad. Había largas avenidas llenas de alquimistas que vendían manuales para la práctica de la crisopeya, y escaparates ociosos en los que el deleite estaba en la utopía y el hallazgo de la jaboneta capaz de enjabonar miserias. Había también un desierto, una escoba y un enterrador haciendo sitio entre los agotados de barrer la arena de las dunas. Había ángeles caídos y anteojos. Había una virgen y un espejo, un eclipse y una penumbra, y miles de prisiones con celdas donde cumple cadena perpetua la felicidad. Pero a Ránval, un transeúnte de la calamidad le sopló su mala siembra al oído: le habló del centauro y el arpa, le habló del vértice en el que alumbra el candil y la llama tiembla y se consume. Por eso cruzó la arista que dobla los mundos, por eso lanzó la pierna al camino, para comulgar de su propia agonía.

El lancero que custodia los relojes -celoso de la distancia- puso en vuelo sus dos jabalinas: Comenzaron las versiones, la verdad fragmentaria, la primera mentira, una tímida sonrisa y el primer amor... Cerezas en las mejillas y avena en el pelo, el lucio jugando con el sedal en la humedad del río, sumergirse y salir a la superficie, el vértigo y los ahogos, la danza y la trampa, la caricia y los latidos, el rumor y el insomnio. Luego, todo se sabe:

Un asesino despistado hundió su navaja en aquel vientre abultado y la confusión se sangró en forma de contador de cuentos.

Por la influencia de tan malvado sujeto, el antes y el después comenzaron a multiplicarse, a hacerse inverosímiles. Poco a poco el desvarío, poco a poco a perderse. Ahora el viento de la casualidad sopla en la cavidad del asta del bisonte y el alarido tala mensajes en el éter para que alguien obligue a regresar a los cazadores de pedazos. Hay asesinos debajo de los felpudos y emboscadas alimañas en los ojales de la noche. Hay necesidad de horrores y peligros. Hay madres con dolores en el útero. Hay días como éste...