CREACION

¿DIOSES O BESTIAS?

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Von

(viene de la página anterior)

Como cualquier otro ser vivo, el ser humano busca ante todo su supervivencia. Para encontrarla, utiliza un “mapa de comportamiento” –genético además de aprendido- cuyo criterio de construcción o diseño más obvio es la consecución del placer, es decir, la huida del dolor y de su manifestación más extrema: la muerte. Compartimos, con el resto de los animales, los elementos más básicos de dicho mapa. Como ellos, somos seres dependientes. Dependemos de otras especies para alimentarnos y de nuestra misma especie para reproducirnos y ser confortados (“recibir vigor, espíritu y fuerza”). Ni siquiera podemos reclamar como exclusivamente humana la capacidad de “entrega a los demás”, si bien es verdad que nosotros hemos demostrado poder hacerlo hasta extremos insospechados. Pero aquí, básicamente, acaban nuestras similitudes. Muchos pensarán, ¿acaso queda algo más importante que lo que ya he descrito?. En esta pregunta radica nuestro problema. Para quien no ha experimentado nada más importante, no hay nada más importante. Es sencillamente imposible escuchar una transmisión sin haber sintonizado con la frecuencia en la que está siendo emitida. Esto requiere, cuanto menos, interés y voluntad, valores que han sido acaparados por otros menesteres aparentemente más importantes. El ritmo de tambor que marca la sociedad de consumo nos impide apreciar la melodía de la vida, con lo que esta pierde su misterio y se vuelve ordinaria.

Los seres humanos llevamos filosofando miles de años y algunas filosofías, como el cristianismo (“amarás al prójimo como a ti mismo”), han sido aparentemente difundidas con gran éxito. Sin embargo, lo han hecho a un nivel superficial y la prueba está en que jamás han inspirado o motivado fundamentalmente nuestro comportamiento social. Siendo honestos, hemos de reconocer que la filosofía más arraigada en nuestras sociedades no la hemos inventado nosotros, ni nos la ha transmitido un enviado de Dios, sino que la hemos tomado prestada de la naturaleza. De ella hemos heredado –demostrando una falta de originalidad decepcionante- la filosofía de la competitividad, con la que castigamos al débil para premiar al fuerte. Es más, los seres humanos, extremistas por vocación, la hemos llevado hasta sus últimas consecuencias. Quizás la naturaleza sea sabia a cierto nivel, pero la interpretación que hemos hecho de sus leyes es, sin duda, ignorante. No hay más que ver los resultados: 3.000 millones de personas malviven para que unos cuantos –no sé si los más fuertes, pero sin duda los más sinvergüenzas- acumulen riquezas que jamás podrían disfrutar aunque vivieran mil vidas; hemos adquirido un apetito insaciable que, no conforme con devorar lo propio, destruye los recursos naturales de generaciones futuras; hemos inventado armas capaces de exterminar, en cuestión de segundos, una vida en cuyo desarrollo hay invertidos millones de años; hemos adoptado criterios de valoración tan absurdos y desproporcionados que hoy se paga más caro nuestra capacidad para entretener –o incluso para matar- que para educar o salvar una vida; hemos dominado al resto de las especies animales con tal facilidad, arrogancia y frialdad, que no sólo somos ajenos a su sufrimiento, sino que además empleamos ahora nuestras energías en someter a la única especie que nos queda por conquistar: la especie humana.

(sigue)

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