• El caballo de Troya: La duda (amado gómez ugarte)
• El paso: La admiración (josé marzo)
Incertidumbres y textos ajenos (enrique gutiérrez ordorika)

EL CABALLO DE TROYA (amado gómez ugarte)
La duda

Los poderes que dominan a la sociedad (el político, el económico y el religioso) pretenden que tengamos fe. Fe ciega, incluso. Que creamos en lo que no vemos y que imaginemos que vemos aquello en lo que no creemos. Un pueblo crédulo es la mejor garantía para perpetuarse en el poder. Un Gobierno que pretenda perdurar eternamente debe acaparar esos tres poderes y saber combinar un cóctel equilibrado de religión (sustituible por algún otro idealismo acérrimo), economía y política, aderezado con unas imprescindibles gotas de dominio de los medios de comunicación. Una emisora de radio de la iglesia, en la que políticos y periodistas progubernamentales hablen todo el día de las bondades económicas en que supuestamente habitamos, es el sueño de todo gobernante de derechas. Por contra, una emisora de radio en la que sólo tengan cabida, hora tras hora, las voces que critican y escarnecen al Gobierno, es el ideal de todo partido en la oposición que pretenda recuperar el poder a toda costa. Y cuando hay alternancia en el Gobierno, las emisoras alternan también sus estrategias informativas. Y los ciudadanos, contribuyentes, votantes, perpetuamente condenados a tener fe y a tragarse, en uno y otro caso, el cuento de que todo lo dicho y lo hecho es por el bien del país.

Sin embargo no es la fe la que empuja a la sociedad hacia adelante, sino la duda. La duda mueve montañas y derriba muros y gobiernos y poderes, y derriba lo indudable para construir sobre sus escombros una nueva duda y seguir avanzando. La duda es necesaria, incluso a nivel personal, como ya expresó el escritor Augusto Monterroso, cuando dijo que quien aprende a escribir sin titubeos, sin dudas, ya no tiene nada que decir: nada que merezca la pena.

Claro que, hay gentes que se acomodan placenteramente a la sombra y al abrigo del poder (de cualquier poder), siempre dispuestos a un halago, una colaboración (des)interesada o una encendida defensa de las causas de los poderosos. Ellos nunca alzarán su voz para denunciar una injusticia cometida por sus protectores. Son como esos borregos que pastan satisfechos en el prado de su amo, berreando al unísono su monocorde canto de alabanza. Estómagos agradecidos, rumiantes de su propia conciencia, felices de su condición. Estas gentes habitan en buena medida al rescoldo de la cultura oficial, la reconocida, la nunca obviada o censurada. Esa cultura que no resulta molesta para quienes ostentan el poder, ya sea en un simple ayuntamiento, una diputación, una comunidad o una nación. Y no resulta molesta porque quienes la practican, como los borregos de que hablaba antes, se dejan conducir en manada, lo mismo al abrevadero que al matadero, sin ejercitar su derecho a dudar, a rebelarse, a pensar por cuenta propia, a caminar contra corriente. Prefieren la sumisión abrigada que la rebeldía a la intemperie. Venden su dignidad en muchos casos a cambio del plato de lentejas de una subvención.

Hay también, todo hay que decirlo, otras gentes menos numerosas, menos cómodas, menos dóciles, menos domeñables por la ortodoxia omnipotente del poder. Ellos y ellas, los rebeldes, los inconformistas, los críticos, los disidentes, los incrédulos, los insumisos, tienen muchas posibilidades de acabar ardiendo en la hoguera del olvido, rehuidos, apartados, desaparecidos sin dejar huella. Y, no obstante, es en la discrepancia, en el desafío a las verdades impuestas por el poder donde se halla la fuerza motriz que impulsa el progreso de la humanidad. Dudar del inmovilismo establecido como dogma llevó a Galileo a enfrentarse con la Inquisición, pero el mundo siguió girando y dándole la razón. Porque la razón de un solo hombre acaba por echar raíces y aflorar incluso entre los baldíos pedregales de la mentira oficial.

Fue el ejercicio democrático de la duda por parte del pueblo español quien echó del poder a los socialistas y echará en unos años a los conservadores. Porque la duda (que según Descartes es una actividad del espíritu) es la senda intelectual que mejor nos puede llevar hacia la consolidación de todas las libertades. Y es, ya en sí, un derecho primordial de la democracia.

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EL PASO (josé marzo)
La admiración

La iconoclastia practica el saludable ejercicio de la biografía. Una concienzuda disección biográfica ha logrado que las grandes personalidades contemporáneas hayan bajado de su pedestal antes de petrificarse y de convertirse en ídolos. Lo ha logrado alumbrando la cara oculta tras los oropeles, desvelando las vilezas, las flaquezas, las contradicciones y los excesos, pero, sobre todo, exponiendo la raíz y las causas de sus luces y de su grandeza. La gran personalidad no es intrínsecamente grande, ni se debe a un destino fijado por las estrellas: también han participado en su creación elementos que no han sido el producto de una libre elección, como la primera educación, el ambiente, las contingencias de la trayectoria vital o las personas que se han cruzado en su camino. Pero, al mismo tiempo, sólo un carácter ligero y resuelto permite que, allá donde otros se derrumbaron, la gran personalidad se creciera y diera frutos. A diferencia del ídolo falsario o el genio romántico, tocados por el dedo caprichoso de la inspiración, que parecían producir obras fuera del alcance del resto de los mortales, sabemos que las mejores obras contemporáneas son el resultado de una inteligencia aplicada, del estudio y del entrenamiento. Al rendir culto a un ídolo, admitimos el valor de sus producciones, pero negamos el esfuerzo y el mérito del que éstas han resultado, y por tanto nos negamos a nosotros mismos la posibilidad de alcanzarlo y nuestra propia potencia. Al admirar, por el contrario, no sólo reconocemos el valor de la obra ajena acabada, sino también el mérito que la ha creado; abrimos las puertas y tendemos puentes al futuro, descubrimos un camino que podemos recorrer. Reafirmamos nuestra personalidad y autoestima. El éxito de nuestro viaje dependerá también de nuestra determinación y de nuestras fuerzas, pero el solo acto de emprenderlo nos mejora.

El culto castiga el talento de quien lo rinde, la admiración espolea a quien la siente. La conclusión lógica de la iconoclastia debería haber sido sustituir la adoración y el culto por la simpatía y la admiración. Que, sin embargo, el hombre actual parezca inmunizado contra la admiración es una prueba más de la estulticia, el conformismo y el pesimismo que se han extendido por la sociedad contemporánea.

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Incertidumbres y textos ajenos (enrique gutiérrez ordorika)
Usando una expresión del conocido antropólogo norteamericano Marvin Harris hay todo "un siglo de sueños rotos" entre aquel "yo acuso" combativo y esperanzado de Emile Zola -muchas veces citado como el anuncio de que los intelectuales iban a convertirse en los principales paladines de la verdad y en los estimuladores de las conciencias-,y el escéptico nihilismo de Thomas Bernhard afirmando que "todo es un engaño y un autoengaño grandioso". Un siglo al que apenas le resta la caída de un puñado de hojas para despedir su último otoño y al que, probablemente, tendrá que juzgarse en un futuro lejano con la distancia que permita a la mirada eludir apasionamientos, precipitaciones, desengaños y melancolías.

Curiosamente, el futuro germina en las nociones que se rescatan del pasado y este último se reinterpreta en la lectura del presente que está en la plenitud de su transcurrir. El dictamen literario de Robert Graves de que no existe sino "una historia, y nada más que una historia": la de "la búsqueda", transciende del texto narrativo a la existencia que esculpe el tiempo en una rueda de lecturas y relecturas sin fin. De ahí la afirmación de Borges de que la Odisea de Homero ahora viene después del Ulises de Joyce. Lo que de alguna manera enlaza con la consideración de Monterroso: "para ser futurista sólo hay que ir lo más lejos posible al pasado".

Corren sin embargo malos tiempos para buscar respuestas a lo que sucede, la opinión está herida por el discurso posmoderno."No puede demostrase nada; no puede desmentirse nada" sostienen Ferry y Renaut. "No cabe la significación de algo por medio de la palabra. Cada nueva aplicación es un salto en la oscuridad" afirma Wittgenstein. Ciencia y razón retroceden ante la emoción, las sensaciones, la intuición, la imaginación o la contemplación. La verdad deja de ser relativa, es decir sujeta a condición, para no existir, difuminada entre un mar de pareceres. Cada cual baila su propia danza y el músico que pulsa las teclas no puede tararear la melodía porque es sordo.

Entre tanto sigue en pie el interrogante con el que extrañamente Ernst Jünger se cuestionaba si la poesía tiene, en general, algún deber. La pregunta es si esto que llamamos progreso "lleva a una finalidad o a un final, es decir, si estamos pasando a un nuevo acto histórico o a un nuevo espectáculo". Hay, desgraciadamente, síntomas que apuntan hacia la segunda hipótesis, por eso están en crisis los medios clásicos de la política y de la moral. El poder camufla su arbitrariedad en el marketing mediático.

A la pregunta ¿Qué hacer? contesta Monterroso: "En realidad, la respuesta es muy fácil: mientras nosotros conversamos, los dueños de la acción, de uno y otro lado, que lo saben mejor, lo están haciendo". Tal vez las utopías pierdan sus fuerzas en aquel lugar en el que se refugió Pessoa, "en esa distancia de todo a que comúnmente se llama la Decadencia. La Decadencia es la pérdida total de la inconsciencia; porque la inconsciencia es el fundamento de la vida. El corazón si pudiera pensar, se pararía".

El punto de partida es siempre el mismo, no importa el lugar ni la época, lo resumen los versos de Szymborska en Un relato empezado: "Para el nacimiento de un niño/ el mundo nunca está preparado". Luego se añade un puñado de buenos deseos, para construir la esperanza: "Ojalá el parto sea fácil/ y el niño crezca sano,/ Que sea a veces feliz/ y salve a saltos los abismos./ Que su corazón tenga aguante/ y su mente vigile y alcance a ver lejos". Y se concluye con un ruego en el que late un humilde escepticismo: "Pero no tan lejos,/ como para ver el futuro./ Ahorradle este don, poderes celestiales".

El pasado, el presente y el futuro vuelven a poner a prueba nuestra fragilidad ante un milenio que se va y otro que comienza, pero por encima de inútiles retóricas y falsas profecías, como decía Yeats, nuestras responsabilidades comienzan con nuestros sueños.
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