El Patrimonio ha ganado la guerra (juan carlos prieto)
Por fin ha llegado la paz, se ha firmado un armisticio entre los diferentes actores y espectadores, promotores y propietarios, estudiosos y curiosos que disfrutan, viven y sufren las vivencias y consecuencias de una serie de elementos aún vivos (algunos por los pelos, otros ya sólo se conservan en la memoria y otros ni siquiera han tenido esta suerte) que conforman nuestro patrimonio histórico-artístico en el más amplio sentido de la expresión.

La guerra ha terminado después de una larga e interminable sucesión de batallas que se inician precisamente en el momento en el que las obras de arte empiezan a considerarse como tales, cuando los conceptos de belleza, historia, educación, estudio, significado, etc., comienzan a pelearse con la tradición, riqueza, uso y valor. Cuando el contenido intrínseco y conceptual de la obra se valora por encima del continente y su realidad económica.

Desde las restauraciones que recorrieron el siglo XIX a través del historicismo donde Eugène Violet-le-Duc fue el auténtico protagonista pasando por la figura de John Ruskin que encarna desde formas más teóricas la necesidad de respetar y conservar los monumentos sin necesidad de intervenir con criterios restauradores, hasta llegar a desarrollarse las teorías del restauro scientífico o el restauro crítico, se han librado las más encarnizadas batallas contra la desidia de todos los que consideraban el Patrimonio como un lastre para el desarrollo, un legado en números rojos.

Los días de las trincheras quedan atrás, nadie discute hoy la necesidad de poner en marcha programas de estudio, difusión y promoción del patrimonio. Mantener la memoria de nuestros antepasados restaurando las obras que construyeron es la mejor base de desarrollo futuro.

Después de las grandes guerras, refiriéndome ahora a las que suponen muertes y tragedias, suceden duros episodios, épocas de postguerra que hacen difícil la recuperación. Europa entera tiene gran experiencia en guerras y sobre todo en postguerras, a lo largo de su historia se ha visto inmersa en todo tipo de conflictos bélicos de los que se puede decir que ha salido más o menos airosa, fundamentalmente por la rapidez con la que se han resuelto las postguerras. Contrariamente la historia de España nos ha puesto de manifiesto que en los últimos 150 años se han perdido todas las guerras, o lo que es peor, nos hemos peleado entre nosotros.

En Europa, la guerra del Patrimonio se fue librando desde el siglo XIX y desde los primeros enfrentamientos intelectuales, pasando por las diferentes corrientes de pensamiento hemos llegado hoy a una situación donde prácticamente no se discute ni sobre los criterios de intervención ni sobre la propiedad de los monumentos, se tiene clarísimo que se aboga exclusivamente a favor de los monumentos, desde usos tradicionales o desde nuevas vías de desarrollo de programas, el monumento tiene todo el protagonismo, por encima de propietarios, administradores o gestores.

España, tradicionalmente atraviesa periodos de postguerras muy dilatados, y en la guerra del Patrimonio no iba a ser menos, aún se perciben los últimos coletazos de una guerra que parece de guerrilla, aún hay que pelearse por evitar derribos inútiles, por incoar expedientes de protección de edificios o cascos históricos de los que nadie se quiere hacer cargo, aún quedan pequeños grupos de resistencia que pretenden utilizar el Patrimonio como arma política o de poder. Cuando la administración general del Estado tiene superado este episodio, las competencias otorgadas a las Comunidades Autónomas sirven en muchos casos para alargar los años de hambre y necesidad por la falta de criterio y el excesivo afán de protagonismo que no se queda más que en el mero protagonismo.

La Iglesia, de quien no nos podíamos olvidar por ser la mayor accionista, ha sabido estar a la altura en algunas ocasiones, por ejemplo firmando los convenios Iglesia-Estado que han servido entre otras cosas para poner en marcha el plan de restauración de catedrales, pero en otros terrenos la Iglesia está siendo un enorme freno donde el celo por la propiedad y los argumentos litúrgicos -mal entendidos-, la falta de conocimiento y escasa gestión de recursos, impiden la puesta en marcha de programas de intervención.

Desde el punto de vista económico aún hay quien pone en duda que la valorización del Patrimonio entendido como elemento innovador para la creación de nuevos modelos de desarrollo está plagado de numerosos valores añadidos. Queda patente que el Patrimonio hay que conservarlo, restaurarlo y mantenerlo como fin que se justifica en sí mismo, pero sin olvidar que se pueden abrir una serie de posibilidades que se sostienen fundamentalmente a través de la democratización del Patrimonio. Nadie puede dudar que la historia es patrimonio de todos, universal, que como herederos debemos ser responsables en cuanto a sus derechos y obligaciones.

Juan Carlos Prieto
Director de la Fundación Sta.María la Real
Centro de Estudios del Románico

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