• El caballo de Troya: La felicidad (amado gómez ugarte)
• El paso: Humildad y orgullo (josé marzo)
Discursos del tiempo (roberto luis lastre)
El escritor y el discurso (enrique gutiérrez ordorika)

EL CABALLO DE TROYA (amado gómez ugarte)
La felicidad

Ahora que España va bien, según dice la copla política, es el momento idóneo para hablar de la felicidad. Los expertos no se ponen del todo de acuerdo sobre si la felicidad es un estado (de buena esperanza) o una esperanza (de buen estado), si se trata de una particular situación anímica, personal e intransferible, o puede compartirse con el resto del mundo. Tampoco está muy claro si ser, o creerse, feliz encierra un componente de generosidad y altruismo o por el contrario se trata de un acto de egoísmo, egocentrismo y soberbia.

No sé qué poeta ñoño y antiguo decía que la felicidad era un pájaro azul celeste que volaba camuflado en un cielo sin nubes. De modo que la felicidad resultaba no sólo inalcanzable, sino incluso invisible para los pobres observadores. Ahora los tiempos han cambiado tanto que la felicidad se compra, se vende, se alquila, se parcela y se amortiza en cómodos plazos. Porque la felicidad, que antaño aleteaba inaccesible sobre nuestras cabezas, es ahora un pájaro muerto y desplumado, puesto a la venta en cualquier mercado de divisas. No sé si esto es bueno o malo, pero, al menos, la felicidad es ahora socialmente más accesible. Cualquiera puede ser feliz. Cualquiera que pueda pagárselo, claro. Y no como antes, que había que ser un místico, un enajenado, un poetastro platónico y sentimental, un espíritu puro y algo (o bastante) simple intelectualmente para atreverse siquiera a perseguir su rastro con la mirada.

Aquel cuento inocente de que para ser feliz había que ser un descamisado pasó a la historia cuando Felipe González, allá por el año 82 mudó sus camisas de cuadros y sus chaquetas de pana, de socialista en la oposición, por la seda y el oropel del gobernante todopoderoso con mayoría absoluta. Entonces se dio por enterado de que la felicidad no consistía en situarse frente al poder sino en ejercer ese poder. Cosa que ha descubierto Aznar bastante más tarde, porque Aznar ha andado, el pobre, como con retraso en eso de ser feliz. El bueno de Felipe se queja desde que perdió el mando, quizás con razón, de que aquella felicidad se la robaron los pérfidos conspiradores con malas artes. Pero Aznar le responde sabiamente que el que se fue a Sevilla perdió su silla y que más vale ser feliz tarde que nunca. Y con su nueva mayoría absoluta bajo el brazo se pasea por el Parlamento como un fauno en un bosque de ninfas. Porque esto de la felicidad, sobre todo en política, tiene muy poco de aleatorio y más bien se adjudica a dedo, al mejor postor, o al que más mande en la televisión. Que para mantenerse en el Gobierno más vale un telediario en mano que cien años de honradez volando.

Lo cierto es que la búsqueda de la felicidad ha hecho infelices a muchos (puede que a todos) los buscadores. Ha sucedido lo mismo que con aquellos disparatados alquimistas que pretendían hallar nada menos que el elixir de la vida eterna y la "piedra filosofal", y finalmente se conformaron con inventar esa asignatura tan pesada y fastidiosa que es la química. Ahora, igualmente, nos conformamos con alcanzar la felicidad aparente (o virtual, que queda más tecnológico) que da el llamado Estado de Bienestar: coche, piso, deudas...

Y somos capaces de hipotecar esta vida y, a veces, parte de la otra en nuestro voraz empeño de acrecentar el número de coches, pisos y deudas. Atrapados sin salida en un círculo cerrado de felicidad mercantil regida por las leyes de la oferta y la demanda. Dejando en el camino todos los sueños etéreos e inservibles que no producen dividendos ni acumulan rendimientos anuales. Cuando precisamente, según aquellos poetas antiguos y olvidados, eran esos sueños, vaporosos e intangibles como pájaros azules, los que proporcionaban la única y verdadera felicidad.

Tal vez la disyuntiva que nos pueda encaminar al encuentro con la felicidad consista en saber elegir entre un verso recién salido del alma o un billete recién acuñado. Aunque me temo que en esta era de materialismo reinante, la cosa sea mucho más simple, y, ante la duda, los propios poetas (actuales) sean los primeros en lanzarse a por el billete.

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EL PASO (josé marzo)
Humildad y orgullo

Sísifo merece el calificativo del más astuto de los héroes griegos. Trató de igual a igual a los dioses y los engañó. Gracias a su inteligencia, obtuvo una fuente para la ciudadela de Corinto y pospuso su muerte, gozando de los placeres de la vida. En revancha, los dioses lo condenaron al infierno del Tártaro para la eternidad. Desde entonces, empuja una roca por la ladera de una montaña hacia su cima. Una vez arriba, la roca cae por su propio peso hasta la llanura y él debe bajar a recogerla para empujarla de nuevo.

El mito de Sísifo es idóneo para comparar el abismo que separa a la cultura greco-latina de la cristiana. Frente a la arrogancia del héroe griego, que reta a los dioses, el cristianismo ensalza la modestia. Será Dios quien se rebaje a la altura de los hombres más humildes: “Y presentándose en el porte exterior como hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”.

Griegos y cristianos, ambos pasan de la arrogancia a la humillación sin solución de continuidad. Entre el extremo de atribuirse cualidades que uno no posee (arrogancia) y el de reprimir las que sí posee (humillación), no contemplan la humildad de reconocer las propias limitaciones y el legítimo orgullo de saberse en posesión de virtudes. En la Biblia se afirma que “el orgullo del hombre le acarrea humillación, quien se humilla consigue gloria”.

Albert Camus, en su reinterpretación del mito de Sísifo, imagina al héroe consciente de su trabajo inútil y sin esperanza, y por lo tanto trágico. Resignado a empujar eternamente la roca hasta la cima, sólo su conocimiento lo libera y lo hace feliz, pues su “lucha hacia las cumbres basta para colmar un corazón humano”.

Respecto de la supremacía del conocimiento, la interpretación de Camus se inserta en el humanismo moderno ilustrado. Sin embargo, por su ética de la resignación, que ensalza a un Sísifo humillado por los dioses, el humanismo de Camus es cristiano.

Este Sísifo se ha convertido en el mito de la postmodernidad. Como el héroe griego, el hombre moderno quiso equipararse con los dioses y éstos lo condenaron al infierno del Tártaro. El hombre postmoderno que le ha sucedido empuja inútilmente y sin esperanza la roca hasta la cima, y su conocimiento lo eleva por encima de los demás seres y de su destino, proporcionándole algo parecido a la felicidad.

Pero imaginemos a un Sísifo distinto. En el momento en que alcanza la cima y la roca rueda ladera abajo, Sísifo siente sobre sus hombros toda la humillación de su condena. Sueña con los placeres de una tierra que prodiga agua y miel. Observa alrededor el Tártaro y estudia los movimientos de los dioses. Los errores por los que lo condenaron lo han vuelto humilde, pero se sabe poseedor de varias virtudes, de las que se siente orgulloso.

Ya engañó a los dioses en una ocasión. ¿Por qué no podría engañarlos una vez más?

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DISCURSOS DEL TIEMPO (roberto luis lastre)
TERCER DISCURSO: LA ESPERA

Un día el ser humano aprendió a esperar. Supo que entre el deseo y la satisfacción transcurría un fragmento de su vida sin nada, un pedazo de hambre, de sed, de angustia, de pavor... Sucesivas demoras, como tempestades, se oponían entre ella o él y el mundo. ¿Qué hacer? Un día el ser humano vio que su tiempo no era el tiempo de lo demás.
Había un tiempo físico, los frutos no maduraban hasta que llegara el invierno, el invierno no llegaba hasta que los árboles perdieran todas las hojas y la hojarasca fuera un inmenso mar amarillo. Había un tiempo biológico, los niños no podían ser adultos hasta que pasaran más de cien lunas brillantes y redondas. Había un tiempo social, las fiestas y los
ritos no debían ser hasta que no lo decidieran los jefes. Y había su propio tiempo, el tiempo sin medida, el de sus ideas que iban y venían preguntando todo, el tiempo de sus deseos inagotables, el tiempo de su incomprensión. ¿Qué hacer?

Un día el ser humano descubrió que era frágil, muy frágil y que no podía hacer nada para imponer su tiempo sobre los otros tiempos. Mas bien los otros tiempos lo doblegaban, lo mantenían en un estado de nada, en un sacrificio lento de su propia energía y era la espera, aprendía que esperaba, que sin saber por qué lo estaban venciendo, ya estaba derrotado por los siglos de los siglos. AMEN.

CUARTO DISCURSO: LA AUSENCIA

La ausencia del tiempo prueba su existencia. La mayoría de las cosas se definen en su ausencia y uno lo sabe desde niño, cuando nos dejan solos y nuestro cuerpo parece definirse de pronto en el desamparo y la madre no es la madre sino Dios.

Cuando algo nos falta lo primero que ocurre es que olvidamos por qué nos falta, la conciencia viaja hacia el objeto, que tiene entonces la intemporalidad. Si echo de menos a mi madre ella se hace presente, trasciende al tiempo de mi conciencia y puedo rodearla de cualquier paisaje donde alguna vez estuvo o de cualquier ser querido de los tantos que hubo y habrá siempre con ella. Así, mi madre no está en el tiempo; pero su ausencia es también la ausencia del tiempo, del suyo, del mío y de la vida cotidiana. Es la ausencia del suyo, pues ni siquiera ella sabe que está conmigo, es la ausencia de mi tiempo, porque mientras la reconstruyo con los datos del pasado no siento la presencia de ningún tiempo y de la vida, porque ni ella ni yo ni nadie altera nada del mundo, que sigue ahí, ajeno y ostentoso como un sueño.

Y cuando acabe de jugar con mi madre, cuando finalmente el timbre del teléfono revele el ahora mismo, lo reciente no podrá tener nunca medida, pues el tiempo ha estado solamente en su ausencia.

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El escritor y el discurso (enrique gutiérrez ordorika)
Tal vez muchos piensen que debe haber pocas cosas más fáciles para un autor que elaborar un discurso sobre un libro suyo. Se supone que está acostumbrado a enhebrar palabras y para hablar de su trabajo debiera bastar
con que fuese sincero. Después de todo, la sinceridad es una de las cualidades que más se valoran en un escritor.

Pero la sinceridad, cuando se escribe, es solamente una condición a priori, una actitud previa. Luego la historia -desde que germina como la pequeña semilla de una idea o de una imagen en el más recóndito interior, hasta que se inicia con la primera frase y termina con el punto final del libro- abarca un largo trayecto lleno de continuos asombros que el autor, a menudo, ni siquiera sospecha del todo a dónde conduce. Incluso el resultado puede llegar a traicionar sus primeras intenciones, independientemente de que luego su lectura satisfaga o no al futuro lector. Por eso muchas veces uno siente algo así como si él pensara en escribir y el que realmente escribiese fuera otro.

Y es precisamente aquí donde comienzan las dificultades para que el autor elabore su discurso. Porque ese otro fantasmal, que es el que verdaderamente atesora el secreto del origen de su libro y que, por supuesto, comparte mente con el autor, habita tanto en su memoria como en su olvido y en su sueño; sí también en su olvido y en su sueño, y aunque su sombra se trasluce en todas las frases del libro, se expresa mediante un idioma silencioso que sólo es audible con el tímpano de la imaginación.

Como señalara Borges: "Descubrir lo desconocido no es una especialidad de Simbad, de Erico el rojo o de Copérnico. No hay un solo hombre que no sea un descubridor. Empieza descubriendo lo amargo, lo salado, lo cóncavo, lo liso o lo áspero, los siete colores del arco iris y las veintitantas letras del alfabeto; pasa por los rostros, los mapas, los animales y los astros; concluye por la duda o por la fe y por la certidumbre casi total de su propia ignorancia."

Dicho esto un escritor debería siempre advertir a sus lectores que entre las ideas y las palabras hay, muchas veces, más cosas de las que logramos entender. Que incluso hay ideas para las que no hay palabras.

La literatura es un camino como otro cualquiera para tejer un sueño. Un camino que tal vez no conduzca a ninguna parte, pero el escritor y el lector caminan por él.
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