• El caballo de Troya: La fama (amado gómez ugarte)
• El paso: El retorno de lo político (josé marzo)
Un dictámen impiadoso (enrique gutiérrez ordorika)

EL CABALLO DE TROYA (amado gómez ugarte)
La fama
Si no eres famoso no eres nadie. A la gente le encanta convertir en adorados héroes a los famosillos de turno. Un futbolista zambo, un actor pésimo, un cantante afónico, un político mentiroso, un terrorista imbécil o incluso un escritor ilegible pueden alcanzar la gloria de sentirse idealizados, y hasta beatificados, por buena parte de la sociedad. Sólo tienen que salir en la televisión (cuanto más posible) y dejarse ver. La masa anónima de sufridos contribuyentes se siente apresada en la mediocridad de su existencia, la rutina diaria de una vida sin demasiados alicientes con que alimentar el propio ego, por eso prefieren imaginar, especular, incluso poética y platónicamente, forjando esos héroes maravillosos (criaturas misceláneas entre lo divino y lo humano) a los que poder hacer depositarios de todas las perfecciones y cualidades, la admiración e incluso el fervor y la adoración que, en realidad, desearían sentir por sí mismos.

Los medios de comunicación se encargan de alimentar al público con su ración diaria de famosos, lo mismo que el pastor alimenta a su ganado. Los famosos son el placebo de las almas enfermas de utopía, el falso remedio contra la realidad. Pero sirven para mantener frente al televisor a la familia unida, comulgando la programación e idolatrando los rostros de los admirados. ¿Qué sería de este país, y de todos, sin su cosecha cotidiana de famosos? Un solemne aburrimiento, un erial de discreción, moderación y continencia en el que dominaría el virtuoso, pero insustancial y cansino, término medio.

Para triunfar en la vida lo importante es hacerse famoso, da igual por qué o a costa de qué, eso es lo de menos. Hace unos años, un japonés de cuyo nombre ni puedo ni quiero acordarme se hizo famoso por comerse a su novia, luego escribió un libro explicándolo y se vendió muy bien, ahora va por ahí firmando ejemplares. Otro ejemplo notorio son los fulanos y fulanas de "El gran hermano", que sin otro mérito que el de poner su estupidez, día y noche, al descubierto de las cámaras, cobran cifras millonarias y alcanzan cotas de audiencia que jamás lograría nadie inteligente mostrando en público pensamientos y acciones inteligentes. Y es que la fama abre todas las puertas y todos los corazones. Recuerdo una vez, hace ya tiempo, comiendo en un restaurante de Roma, que entró el inolvidable Marcello Mastroianni y se sentó en la mesa de al lado a la mía. Nos saludamos cortésmente con la cabeza y nos dedicamos cada cual a nuestro plato. Al final, a mí me pasaron la cuenta (posiblemente me cobraron el doble) y a él le dijeron que estaba invitado. Y encima me quedé encantado y pensando en la dolce vita.

El antaño serio y a veces circunspecto mundo de la literatura ha caído también, de un tiempo a esta parte, merced al creciente mercantilismo editorial y a las ganas de vender a cualquier precio, en la frivolidad de las famas, resonancias y modas. De modo que ahora una señorita frescachona como Lucía Etxebarria, valiéndose del cuerpo y echándole un morro que le asoma más allá del escote, despacha librajos a porrillo y se mantiene en la lista de los más vendidos. Con lo que costaba antaño a los buenos escritores vender libros... Baste decir que el "Don Juan" de Torrente Ballester se publicó en el 63, y el año 72 había vendido alrededor de 500 ejemplares. Repito, 500 ejemplares en nueve años. De todos modos yo prefiero la literatura de hoja perenne, la de siempre, a la de hoja caduca que fabrican ahora en serie las nuevas generaciones. Y hablando de mujeres escritoras, me quedo con aquellas que en la década de los cincuenta obtuvieron el premio Nadal y lo dignificaron, aquellas maravillosas Elena Quiroga, Dolores Medio, Luisa Forrellad, Carmen Martín Gaite y Ana María Matute. Pero la fama vende más que la calidad, hay que resignarse, y una buena pechuga más que una sabia arruga.

Los famosos andan en boca de todos y, de tanto rodar entre saliva, acaban diluidos unos en otros y no se sabe bien quién es quién. Es famoso y basta. Un rostro, un cuerpo, una voz o un gesto que destaca. Una exageración, un encumbramiento. Lo cierto es que la fama hoy en día no se consigue con moderación ni templanza, sino empleando hipérboles y dándose mucho tono. Ah, pero la fama tiene fama de efímera, caprichosa y voraz. La misma chusma que hoy te encarama al Olimpo del presente, mañana te puede dejar caer por el barranco del olvido.

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EL PASO (josé marzo)
El retorno de lo político
Sin renunciar al soberano uso de mi imaginación, hace tiempo que me pasé a la escuela del pragmatismo, por lo que he votado en elecciones generales en varias ocasiones. Y lo he hecho a sabiendas de que, caso de resultar vencedora la opción que dice representar a la izquierda, incumpliría su pírrico programa, y que aun en el supuesto de que lo desarrollara, el resultado práctico sería aproximadamente el mismo, cero. Es necesario que las leyes reconozcan como reconocen, por ejemplo, las libertades de cátedra y expresión y la jornada semanal de 40 horas, pero de poco sirve si no hay estudiosos, periodistas y sindicalistas dispuestos a pelear por realizarlas y a afrontar el acoso y la marginación, a menudo por parte de sus propios compañeros.

Uno de los más definitorios rasgos de la sociedad contemporánea es precisamente la fractura abierta entre hecho y derecho. A un lado, la realidad sin adjetivos, y al otro, el magnífico monumento de las declaraciones de derechos humanos y las constituciones. Nunca la ley ha sido tan humana y nunca ha estado tan lejos del hombre.

Como afirma Chantal Mouffe en su libro “El retorno de lo político (comunidad, ciudadanía, pluralismo, democracia radical)”, es preciso concebir la ciudadanía democrática como ejercicio “en las relaciones sociales, que son siempre individuales y específicas, lo que requiere una real participación en las prácticas sociales que tejen la trama tanto del Estado como de la sociedad civil”. Su propuesta se fundamenta en una sutil distinción verbal, entre “la política” y “lo político”. Si la primera deriva de la “polis” griega, y alude al consenso y al ámbito de la ley y las instituciones, la segunda lo hace de “pólemos”, e invoca la disensión, el conflicto y el antagonismo, que en una sociedad democrática, cuyos valores son comunes, debe transformarse en un agonismo no excluyente, es decir en una lucha constante por la hegemonía. De este modo al enemigo, convertido en adversario, se le reconoce un puesto bajo el sol y su derecho, también, a defenderse.

Debe estar uno enfangado en el mundo del trabajo y de la cultura para hacerse una idea de la distancia que le queda por recorrer a lo político en su largo retorno. Por el contrario, la disensión sigue diluyéndose en la charca de la cultura mercenaria y el miedo a la exclusión.

El edificio, el de la democracia real, amenaza ruina y necesita una revisión a fondo de su estructura. De la teoría política liberal, aún siguen en pie la división de poderes y los mecanismos para la defensa de la libertad individual. Deberíamos derribar lo que ha demostrado ser falaz: el culto desmedido al comercio, que en épocas de crisis reaparece en la forma de panacea universal, y su ignorancia del peso de lo social y de lo histórico en el condicionamiento de los individuos. Del marxismo, aún son válidos su crítica de la acumulación capitalista y el sindicalismo de clase (ni gremial, ni vertical, ni amarillo). Se han hundido su menosprecio del Derecho y de la cultura, que redujo a una excreción de la economía, y su obsesión inmadura por el Estado, que lo llevó desde pretender su destrucción hasta adorarlo.

En este contexto hostil, necesitamos una ciudadanía distinta, un ciudadano radical dispuesto a ensanchar el espacio de lo posible.

Queremos una sociedad más libre y más igualitaria, y por delante nos queda una lucha enorme e interminable, no apta para ilusos, pusilánimes ni farsantes, que en sus obras se retratan.

Hay que volver a pensar, hay que volver a actuar. Urgen librepensadores activistas.

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Un dictámen impiadoso (Enrique Gutiérrez Ordorika)
"Lo más importante que uno tiene que decir, no siempre lo proclama en alto", decía Walter Benjamin. Hay un límite, siempre hay un límite más allá del cual es preciso guardar silencio, un límite para el que se precisa un valor inmenso porque cuando se está incomunicado sólo existe el yo. Ese sentimiento tan altanero como frágil que ha ido modificándose en cada época hasta constituir para sus apologistas modernos la gran conquista del siglo que se va: la supuesta libertad individual que encarna el neoliberalismo triunfante y la glosada globalización.

Hay un límite en el que las palabras pierden sentido y no sirven los adornos; uno se halla como los personajes de Starkel -el inquietante film de Andrei Tarkovski- ante el temor de entrar en un cuarto donde la soledad muestra el verdadero rostro de nuestros más profundos deseos. Ningún dictamen sobre la felicidad es piadoso, el océano en calma no es clemente y tampoco cruel cuando enarbola las olas de la marejada. Resulta un falso consuelo calificar la indiferencia.

Quizás la literatura no sea más que ese intento imposible que trata de conjugar la inconformidad de la vivencia con la desnudez del yo. Una especie de tejido para vestir la esperanza y abotonarse con el otro. Una ingenua exageración que se inventa paradigmas como los de que no existiría Soria sin Antonio Machado o Dublín sin Joyce. ¿Construye la poesía el mundo? ¿Es habitable?

El yo moderno, ese sujeto evanescente al que exigimos respuestas, es un ser paradójico: nunca como hoy hemos sido conscientes de nuestra individualidad y nunca hemos sido más insignificantes. Basta apelar a la ironía. ¿Qué significan ahora las palabras de Tu-Fu, el conocido poeta de la época Thang en las que decía "en todos los tiempos, son pocos los que llegan a los setenta" ante la inmensidad de mil millones de chinos? Hoy en día un sentimiento es menos que una gota en el océano.

El cuento de la redención neoliberal no aguanta los silencios ajenos, se basa en un yo superlativo y autista que contradictoriamente se reafirma en el decir, en un triunfo de escaparate y apariencia sin verdad ni intimidad, sin pensamiento: autores sin libros, consumo sin necesidad, progreso sin humanismo, globalización sin identidad, olvido simple olvido.

El recuerdo nos hace vulnerables, capaces de sufrir, pero no existe otro encendedor para la imaginación y la conciencia. Según Milan Kundera "la lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido". Allí donde las palabras ya no sirven el silencio nos interroga. ¿Quiénes somos?
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