• El caballo de Troya: La playa (amado gómez ugarte)
• El paso: El peñasco batido por las olas (josé marzo)
La palabra y el ruido (enrique gutiérrez ordorika)
El dicho y el hecho o novelas de caballerizas (luis arturo hernández)

EL CABALLO DE TROYA (amado gómez ugarte)
La playa

Nos pasamos todo el año trabajando o buscando trabajo o haciendo como que trabajamos (esto sí es agotador). Hacemos cola en los supermercados, en los cines, en los aparcamientos, en las oficinas de Hacienda (hasta para pagar impuestos hacemos cola, Dios mío). Circulamos por las calles enfilados como hormigas, unos detrás de otros, rumbo a los mismos lugares para hacer las mismas cosas. Nos dejamos la piel y la salud en una fábrica, aula u oficina, día tras otro, soñando con las vacaciones, con el descanso, con la tranquilidad, con poder huir del mundanal ruido y seguir la escondida senda...

Y cuando por fin llegan las ansiadas vacaciones, seguimos todos las mismas no tan escondidas sendas y nos llevamos a cuestas el mundanal ruido. Y aparecemos cargados con nuestra sombrilla en una masificada playa cualquiera de cualquier costa, nos colocamos al resguardo de la sombra, como pitufos debajo de una seta, rodeados de cientos de sombrillas similares a la nuestra y de miles de cuerpos tendidos sobre la arena, como piezas de carne en un matadero. Y como somos tantos, hay que hacer cola para darse una insalubre ducha, y para tomarse una cerveza templada en un fétido chiringuito, y hasta para pedirle fuego a una rubia imponente y posiblemente trucada. El barullo de la gente nos impide escuchar el relajante susurro de las olas batiendo contra la orilla, porque los niños gritan y los padres gritan a los niños para que dejen de gritar y todo el mundo tiene algo que decir en voz alta. El azul del cielo es rasgado de continuo por ruidosas avionetas que van y vienen tercamente, arrastrando tras su cola prosaicos carteles publicitarios que nos incitan a consumir todo tipo de inútiles productos. Mas, dispuestos a superar todas las dificultades, somos capaces de sacar un libro y ponernos a leer. Pero cuando empezamos a disfrutar de la lectura nos interrumpe una maldita pelota de goma o un disco volador o cualquier objeto que unos tipos mentecatos se entretienen lanzando tontamente sin ninguna puntería. Nos golpea también, pero esta vez el corazón, algún vendedor ambulante de tristezas africanas, que trata de sacarse a nuestra costa unos billetes con que seguir soñando que hizo bien en abandonar su yerma tierra, dejando atrás, en busca del estéril progreso, todo su fecundo pasado. Finalmente nos resignamos a aceptar que las vacaciones son simplemente otro modo de maltratar el alma. Y que la vida resulta igual de complicada en todas partes, nada más cambia el escenario. Pero como hemos pagado el hotel o el apartamento hasta fin de mes, llevados por la inercia de los acontecimientos continuamos con la rutina de acercarnos cada día a la playa, plantar la sombrilla y esperar que pasen y pasen las horas y el sol haga sobre la bóveda celeste su sempiterno viaje de línea regular entre levante y poniente, mientras intentamos, tal vez en vano, convencernos a nosotros mismos de que estamos pasando las magníficas e inolvidables vacaciones que habíamos planeado.

Porque para disfrutar como benditos de la calma, el sosiego y la paz espiritual que persiguen los pocos sabios que en el mundo han sido, hay que quedarse en la ciudad semivacía. Esa ciudad veraniega, silenciosa, abandonada por la mayoría de los vecinos y cuyas solitarias calles describía tan bien Italo Calvino cuando relataba las andanzas de su personaje Marcovaldo en el relato "La ciudad entera para él". Esa ciudad que se toma también sus vacaciones, alivia el tráfico de sus avenidas y se muestra desnuda de habitantes en toda su belleza de calles y jardines. Sin embargo, los que en ella permanecen, benditos ellos, no se complacen de su privilegiada situación de sabios, de beatos que alcanzaron la tranquilidad, porque se pasan el tiempo pensando lo bien que se lo estarían pasando en la playa.

Decididamente, lo mejor de la playa es que nos mantiene trescientos y pico días al año soñando con ella, deleitándonos con la maravillosa utopía de lugar paradisíaco en el que hallar el merecido reposo temporal de nuestros cotidianos deberes y fatigas. Y, aunque luego los sueños sean mentira, nadie nos puede quitar lo soñado.

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EL PASO (josé marzo)
El peñasco batido por las olas

Una tarde leí en unas pocas horas los libros de meditaciones que Marco Aurelio escribió a lo largo de varios años. Me habían hablado mucho y bien de ellos, pero, a causa de la diferencia entre lo que esperaba encontrar y lo que encontré, me decepcionaron. No llegué a entenderlo del todo. Para conseguirlo, no sólo debí haber dedicado a la lectura tanto tiempo y concentración como él para escribirlos, sino que debí hacerlo en la lengua en que fueron redactados, el griego, que desconozco, y contar entre cuarenta y sesenta años, que era su edad. Probablemente, también yo debía haber sido, siquiera por un día, emperador de Roma.

Marco Aurelio Antonino gobernó entre los años 161 y 180, en la época de máximo esplendor del imperio. Nunca las fronteras se ensancharon tanto ni hubo tanta prosperidad y tanta estabilidad social. Escribió sus soliloquios o meditaciones, bajo el lema de “a mí mismo”, durante las largas campañas militares del Danubio. Pocos seguidores de la escuela estoica llevaron a la práctica como él los preceptos que predicaban. No utilizó su enorme poder en beneficio propio, sino de lo que consideraba que era el bien común, vivió con frugalidad y se mostró humilde ante sus conciudadanos e imperturbable ante los vaivenes de la suerte, como un “peñasco batido por las olas”.

En estos escritos, presentados como diarios íntimos, únicos de su género en la antigüedad, y como examen de conciencia, ni en una sola ocasión se refiere a sus enemigos, ni a los prisioneros, ni a los ejecutados. “No te asocies a los lamentos de los afligidos, ni a sus conmociones”, recomienda. Sus meditaciones son una larga e incesante retahíla de exhortaciones morales dirigidas a sí mismo y al lector: “Borra lo que es propio de la imaginación –se dice–, reprime el instinto, ahoga el apetito, resta dueño de tu recta razón”. Pensaba que “la inteligencia libre de pasiones es como una ciudadela”, inexpugnable, y que de este modo la razón individual accede a la razón natural. Es así como el hombre, liberado de sus pasiones, encuentra el “recto camino guiado por su propia naturaleza y por la naturaleza universal”.

En varias ocasiones habla con admiración de Sócrates, una de cuyas máximas era el “conócete a ti mismo”, que tomó prestada de los Siete Sabios. Marco Aurelio se aproximó al conocimiento de sí mismo, pero no lo mostró en sus escritos por pudor. Nos escamotea la experiencia personal por la cual llega a la conclusión de que debe actuarse conforme a los preceptos estoicos o se reafirma en ellos, nos priva de sus dudas, desviaciones y faltas. Porque si, por el contrario, actuaba sin vacilación ni errores, ¿para qué reprenderse sin cesar?

Pobre Marco Aurelio Antonino... Creía haberse liberado de las pasiones, pero estaba dominado por la pasión del pudor. “Elimina la imaginación”, nos ordena, pero ignoraba que la razón natural no es moral, que esta moral es un producto de la cultura estoica y que esa idea de sí mismo, de la sociedad y de la naturaleza había nacido también de la imaginación y lo tiranizaba.

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La palabra y el ruido (enrique gutiérrez ordorika)
William Faulkner extrajo el título para su libro El ruido y la furia de una frase del Hamlet de Shakespeare: "como un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia , sin significar nada". Con eso no quería sugerir que había narrado una historia incoherente o si lo quería no la narró. La coherencia es siempre premisa de la metáfora narrativa, nunca de la realidad. La realidad es una distorsión del orbe gobernada por el azar mediante procedimientos parecidos a esos que los físicos modernos denominan inducidos por ruido.

La metáfora tiene proporción y concordancia con la música, incluso prevalece en las rupturas armónicas de "Antiphonies " de Pierre Boulez o en los gritos de "Les noces" de Stravinski. No importa su posible falta de intensidad melódica, tiene que ver tanto con el silencio como con el sonido. La realidad en cambio se nutre del ruido, notas estridentes agolpadas sin pausa en una sinfonía caótica a la que no se puede otorgar una completa armonía si uno no está situado en el Aleph. Ese lugar que -según Borges- "es donde se encuentran, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos".

Iniciar su búsqueda presupone depositar demasiada fe en un ciego experto en cábalas y jeroglíficos, aficionado a historiar la infamia. Además, el poeta argentino -contra lo que cabría suponer- no situó ese maravilloso lugar en una biblioteca sino en la intimidad de una piedra, lugar que no lee el braille ni es penetrable al tacto... Así que tal vez debiéramos prestar más atención a las palabras del padre de Quentin en el libro de Faulkner: "Nunca se gana una batalla. Ni siquiera se libran. El campo de batalla solamente revela al hombre su propia estupidez y desesperación, y la victoria es una ilusión de filósofos e imbéciles".

Pero pertenecemos a una tozuda estirpe de ilusos que construye su esperanza con palabras. Literaturas que intentan convertir al mundo en instrumento aunque verdaderamente sea él quien se sirve de nosotros para llenar el espacio del tiempo con la conciencia angustiosa de su desaparición.

Escribimos sobre arena que se llevan las mareas, homenajeando continuamente a la nada con renglones de vocablos incómodos. Obligados a narrar nuestra frágil verdad, nos dejamos cautivar por una nota sin pentagrama a cuyos ecos otorgamos complejas trascendencias... Pero el pensamiento termina encontrándose con el ruido y entonces sentimos como Faulkner que "las palabras no sirven para nada; que las palabras no se corresponden ni siquiera con lo que tratan de decir".

La metáfora de Babel encierra una doble utopía: la conquista del Aleph y el poder de la palabra para -multiplicada en lenguas- colonizar las visiones del mundo. El discurso se sustenta únicamente en otros discursos, no puede abandonar el laberinto de su inútil coherencia sin poetizar. Después de un siglo harto de argumentos se impone un regreso urgente a la poesía Quizás la tarea exija renovar los intentos de construir puentes entre la palabra y el ruido utilizando el provocativo planteamiento de Hegel, "si la realidad es inconcebible, habrá que forjar conceptos inconcebibles", quizás poema tras poema, sin ninguna otra explicación .
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El dicho y el hecho o novelas de caballerizas (luis arturo hernández)
EL DICHO: MI REINO POR UN CABALLO

En un determinado pasaje del primer tomo de sus Memorias no autorizadas, el novelista José Luis de Vilallonga y Cabeza de Vaca, Marqués de Castellvell y Grande de España, evoca su época de dandy en París y en particular el tiempo en que “trabajó” de “catador” de candidatas a pupilas al burdel -las niñas de sus ojos- de Madame Claude, quien un día le confesó:“Yo tardo más o menos un año para preparar a una de mis jeunes filles antes de ponerla a trabajar”; y que bastantes, a la hora de la verdad, no daban el juego -hagan juego, señores- esperado. A lo que replicó “el hombre que susurraba a los caballos”:”Es lo que yo tardo en entrenar un caballo para que salte limpiamente un metro cincuenta”(pág.278) . Elocuente paralelismo entre la trata de yeguas y el trote de blancas; entre carreras y corridas, por lo visto.

EL HECHO: SEXO, DROGAS Y EQUITACIÓN

La mujer cambiada por un caballo titulaban los periodistas Ildefonso Olmedo y Víctor Rodríguez (El Mundo/nº 236 CRÓNICA 23 de Abril de 2000) su reportaje sobre la “Narcoprostitución” en el que se incluye información sobre el trueque por un caballo de una joven venezolana inducida a la prostitución y a lo largo del cual “una mujer llamada caballo” y otras dos compañeras de fatigas, al aludir al chalán gallego responsable de la permuta, confesaban: “Parecía la oferta de un caballero.”
Última entrega del folletín de una triste heroína entre hipódromos e hipodérmicas.

EL TRECHO: ¿NOVELAS DE CABALLERÍAS O DE CABALLERIZAS?

Literatura libertina y realismo sucio, desde el momento en que ambas anécdotas están ya en letras de molde. ¿Qué hace que aquella primera sea una boutade de un aristócrata bonvivant que ejerció por diversión de gourmet de una maîtresse y esta segunda, la villanía del gallego-y su cuadrilla-, de un vividor, del jaque a la dama?

¿Por qué la memoria galante del jinete mondain de las aspirantes a la aristocracia de la diosa Venus suena a música de cámara, savoir faire y Anónimo Veneciano y el “diario de una camarera” cazada a lazo y con engaño por un truhán que sí que se lo sabe montar, sin más alternativa que el alterne, con ecos lumpenarios de España servil y profunda, rescata el sórdido pliego de cordel de una anónima venezolana, amazona venérea en el picadero de oros y convertida en caballo de copas, acosada por un caballo llamado muerte picado de espadas, con los neones violáceo y fucsia aureolando el “como te niegues, me descuelgo” del muy contundente as de bastos?

La palabra de quien hace lo que le da la real gana tal vez peque, pero no delinque, mientras no injurie, difame o calumnie. Pero la obra -única realidad real- se paga.

¿Será tan sólo el monto del negocio -la poca monta de una estabulación para la inseminación hípica de la cabaña femenina de un caballerizo frente a la montura que quita el hipo a un señor jockey con el épico galope de unas cuadras de postín- la única diferencia? ¿O es que son, al fin y a la postre, más inofensivas las pérfidas fabulaciones del provenzal Marqués de Sade que los asesinatos cometidos por el ciudadano Marat, como podía colegirse del duelo Marat/Sade de Peter Weiss?¿Y el pasado ya prescrito de la sangre azul que el presente en vigor de la sanguijuela?

¿Y los pecadillos de juventud del zángano que la “mordida” sangrante del tábano? ¿O no será, sencillamente, que cuanto la imaginación alienta, da o consiente como término figurado de una noble metáfora admonitoria de la condición humana -esta animalidad de damas y caballeros, señoras y señores, dicho sea esto ejercitando la “discriminación positiva” de que gozó el uso de la lengua en tiempos pretéritos- es repugnante como término real de la misma y resulta tan intolerable como vulgar?

¿Habrá que concluir que el potro desbocado de la propia fantasía ha de criarse en libertad para saber poner grupas al acoso y derribo de la voluntad de su prójima?

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