Enero 2001

Bestiario

josé morella

La Navidad puede llegar a ser nauseabunda porque te adentra en una vorágine de compras: la sociedad entera, obligada por la televisión y el cutrerío de feria que la rodea, termina empachada de felicidad falsa, que cuando se revela realmente como lo que es (una alegría de pega) acaba en un abismo de tristeza. El bestiario recomienda que, si se participa de ese tinglado comercial que se llama Navidad, se haga conscientemente. Pensando bien lo que se regala, y a quién se regala. En el bestiario nos fuimos toda una tarde a buscar un regalo para un niño. La pretensión, ingenua, era regalar un libro. Y entonces llegó la sorpresa. Lo que uno espera cuando busca libros para niños es encontrarse títulos como La isla del tesoro, los cuentos de los Andersen, o Bambulo, por citar alguno más moderno. Sin embargo, las colecciones infantiles y juveniles que podemos encontrar en una librería están llenas de grandes títulos de la mejor literatura; de libros cuyo sentido muchas veces es difícil de desentrañar para las mentes más adultas. De libros muy complejos. Como mucho de libros que, aunque puedan tener una lectura ingenua, la del niño, y otra adulta, más simbólica o alegórica, son como mínimo dudosos en una colección infantil. No queremos decir que la buena literatura no sea adecuada para los niños, por supuesto. Casi siempre lo es. Lo que nos parece grave es lo contrario: que ciertas novelas pasen por infantiles y pierdan el lugar que merecen como las grandes obras que son. Moby Dick, Drácula, Frankenstein, El guardián entre el centeno, Los viajes de Gulliver, los cuentos de Poe, las Alicias de Carroll, El Dr. Jekyll y Mr. Hyde, incluso cualquiera de las novelas de Verne, no fueron en absoluto pensados para ser leídos por niños. Sin embargo, el poder del viejo historicismo literario, tan positivista, tan integrista a veces, los ha relegado, mediante estrategias a veces muy sutiles, a los márgenes de la literatura. Los han excluido del canon de la gran literatura que, para el siglo XIX, del que datan todos los títulos a los que me refiero, es un canon realista: Twain, Proust, Clarín. El cine también ha contribuido a la creación de arquetipos desfavorables a la recepción correcta de estas grandes obras, construyendo, por ejemplo, un Drácula mucho más malvado, menos melancólico y lúcido, menos metafísico que el de la novela. Drácula es una obra inmensa sobre la muerte y su contrario, sobre la eternidad, una reflexión solapada sobre tantas cosas, sobre la enfermedad, sobre el apocalipsis, sobre el amor, sobre el deseo, sobre el mal; por no hablar del monstruo de Frankenstein (cuya imagen visual es exclusivamente cinematográfica: Mary Shelley sólo lo describe una vez en la novela, y lo único que dice esa descripción es que corre a gran velocidad por los bosques, con la agilidad y la fuerza de un animal), que durante la novela, que es una novela de aprendizaje del lenguaje y de la vida por parte de un alien extrañado de sí mismo y del mundo, de un monstruo que es extranjero en su propia tierra (¿quién no lo es?), se va dignificando a medida que habla y conoce. Se hace persona. Llega a hacer parlamentos profundamente sutiles sobre la condición humana, y es en esos momentos cuando su creador, Víctor Frankenstein, más aterrorizado se siente de su criatura. O Jekyll y Hyde, que son el más claro signo de la modernidad, es decir, la escisión de la conciencia, cuyo referente canónico es el Raskolnikov de Dostoievski, capaz de asesinar sin ser un loco o un malvado, sin que la coherencia narrativa de Crimen y castigo se pierda nunca. Todos somos varios, nos dice Stevenson. Yo no existe. Estas grandes obras “infantiles”, sólo por sublimar su significado profundo a través de tramas fantásticas o sobrenaturales (góticas), han sido relegadas hasta convertirse en clichés, en mentiras, en historias tópicas. Nadie las lee. Y los niños, no nos engañemos, tampoco. Lo mismo le ha ocurrido, por ejemplo, a Cumbres Borrascosas, la mejor novela, en mi opinión, de su tiempo, que gracias a horripilantes versiones cinematográficas y a la ceguera y el machismo académicos, hoy en día le suena a todo el mundo a novelón rosa. Por eso la mayoría de las veces el texto tiene que esperar a caer en las manos de cualquier lector o lectora despistada para abrirse en ese abismo brutal, sobrenatural y lúcido que contiene. A uno le da por pensar, a veces, que los personajes de todos estos libros son tan melancólicos por eso; porque esperan tristemente a que se les recupere. Quién hay tan melancólico como el irascible Heathcliff de Cumbres, o el brutal Achab de Moby Dick. Hagan la prueba. Compren Moby Dick en una edición cualquiera, y léanla por la calle, en el autobús, en la plaza. Llévensela al trabajo. Ténganla con ustedes. Muéstrensela a los demás. Observen cómo les miran, con qué suficiencia, como diciendo “ya eres mayorcito para estas cosas”, mientras ellos leen algún best seller, quizá la última de Vargas Llosa, o seguramente no lean nada. Entonces, orgullosos, lean el primer párrafo para ustedes mismos, y pregúntense qué niño podrá entenderlo. Qué demonios hace ese libro formando parte de una colección para niños:

“Llamadme Ismael. Años atrás, no importa cuántos exactamente, hallándome con poco o ningún dinero en la faltriquera, y sin nada que me interesara especialmente en tierra, se me ocurrió hacerme a la mar por una temporada, a ver la parte acuática del mundo. Es el sistema que tengo de ahuyentar la hipocondría y regular la circulación sanguínea. En cuanto me veo haciendo mohínes enfurruñado, si noto en mi alma las húmedas brumas de noviembre, siempre que me veo parándome involuntariamente ante las funerarias, o agregándome al cortejo del primer entierro con que tropiezo, y particularmente cuando la hipocondría me domina de tal forma que necesito de fuertes principios éticos para no lanzarme a la calle a quitarle a golpes, metódicamente, los sombreros a la gente... entonces, ya sé que es tiempo de embarcarme en cuanto pueda. Es mi sucedáneo del tiro de pistola.

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