Prologo

Palabra y melodía

La poesía siempre ha estado cerca de la música. Sólo la historia de la divulgación literaria (los cancioneros medievales, la posterior aparición de la imprenta, la alfabetización masiva, la individuación de las artes) explica por qué la palabra pensada para ser cantada fue independizándose de la melodía, que era su primer soporte. Hoy día, a nadie le parece raro que un lector compre un libro de poemas y los lea en la intimidad de su casa. Tampoco que un aficionado a la música compre un disco de canciones y lo escuche en la intimidad de su casa. Hace dos mil años (y hace cincuenta en algunos lugares), la cosa era bien distinta.

Esta manera moderna de acercarse a la poesía tiene una consecuencia directa. Multiplica las interpretaciones por un número igual al número de lectores de un poema. Hay tantas lecturas posibles de García Lorca, Celan o Kepa Murua como lectores tenga cada poeta. Imaginemos por un momento que todos supiéramos leer sin problemas una partitura de Vivaldi. ¿Cómo sonarían en nuestra cabeza Las cuatro estaciones? ¿Y qué pensaría Vivaldi de todo esto? Pues bien, algo parecido sucede con la poesía. El lector hace suyo el poema; lo mima, lo acaricia, lo lee; lo relee, lo memoriza, lo olvida...

La primera vez que escuché recitar a Kepa Murua sus poemas confirmé que, como lector de poesía, siempre había sufrido inconscientemente por una nostalgia insatisfecha: la de escuchar al poeta, a cualquier poeta, recitar sus versos. De ese acto público o privado se aprende mucho como lector y como escritor. En efecto, por muy imaginativa o profunda que sea nuestra lectura, en un género tan subjetivo como la poesía siempre quedan huecos, preguntas en el aire, incógnitas que sólo son despejables si cerramos los ojos y escuchamos la voz del poeta.

En sus recitales, Kepa Murua acostumbra explicar su poesía como el resultado de una voz que estalla en el silencio del escritor cuando éste observa o medita. Trasladarse como lector a ese estado resulta complejo, máxime cuando algunos rasgos lingüísticos de su poesía (los quiebros sintácticos o los deslizamientos de sentido, por ejemplo) dejan tan abierto el poema que lo elevan a un exigente nivel de abstracción. Como si faltara alguna pieza, el puzzle queda sin completar, y la imagen que representa sólo aparece en parte aclarada ante nuestros ojos.

En este disco, además, la poesía dialoga con la música gracias a las composiciones de Tasio Miranda. MIranda es guitarrista y cantante, pero también lector. Por eso, el resultado de la fusión de las dos artes es sorprendente y revelador. La voz frágil y suave de Miranda, y la sobria instrumentación, vuelven a dar otra vuelta de tuerca a la intención de cada poema. De esta manera, las circunferencias del sentido se reabren y lanzan nuevas preguntas a los oídos del lector, quien, lejos de cansarse, entornará los ojos y se dejará seducir por la mezcla de voces, instrumentos, palabras y silencios. Entonces la poesía habrá recobrado el vínculo con la música y el verso se religará gozosamente a la melodía, en una conversación que obligará al lector (convertido en espectador) a mantener atentos –muy atentos– sus oídos.

(Prólogo . Pedro R. Tellería)