Marzo 2001

El quintacolumnista

luis arturo hernández
Sexo, drogas y malecón

(Reseña crítica de Trilogía sucia de La Habana, de Pedro Juan Gutiérrez)

Todo lo que usted siempre había querido saber sobre Cuba y no se atrevió jamás a preguntar, desde las claves del jineterismo o el más profundo desprecio al turista extranjero, la diversidad ideológica, de la homofobia salvaje al racismo interior, lo encontrará en esta intrahistoria de La Habana, en esta guía de campo y playa, este crudo manual de uso para lectores avisados que es Trilogía sucia de La Habana, la recopilación de tres libros de relatos del escritor cubano Pedro Juan Gutiérrez.

Entre el costumbrismo naturalista y el existencialismo propio del realismo sucio, J.P.Gutiérrez presenta a través de otra “Habana caleidoscópica” el descenso a los infiernos de Pedro Juan -homónimo del autor-, el proceso de degradación moral de un cubano a lo largo de las sucesivas estaciones del eufemísticamente denominado “periodo especial”,el viaje al fondo de la ciudad de un ser condenado a “inventar”.

Esa evolución - o involución-, en cualquier caso todo menos una revolución, que irá haciendo del “hombre nuevo” un ser antisocial entregado a la busca y la lucha por la vida, se percibe a simple vista en el nihilismo de los títulos de los libros que integran este tríptico desgarrado -Anclado en tierra de nadie o Nada que hacer- y se percibe en el cambio de tono que va de la socarronería vacilona de un obseso sexual en el primero, pasando por el sarcasmo irónico y burlón de un mariguano en el segundo, a la desesperación contenida del hombre en el tercero -Sabor a mí-.

La voluntad de endurecerse, renunciando a las ilusiones y los sentimientos, a la melancolía o al amor, en un forzoso ejercicio de ascética nietzscheana que impone la pasión a la compasión, irá reduciendo al personaje a un mero “animal sagrado”.

Animal, entregado a saciar las dos primeras necesidades del “hombre”predicadas por el Arcipreste: haber mantenencia y yacer con hembra placentera, dos apetitos complemetarios que, haciendo de la necesidad virtud, podrían resumirse en ésta: “contra gula, templeta”. Y sagrado, porque la sordidez y la desolación humana de quien está a punto de tocar fondo no rechaza el consuelo de la santería ambiental.

Esa reducción a los instintos primarios del ser se manifiesta en la animalización progresiva del relato -Salíamos de las jaulas o Ratas de cloaca-, pasa por largas estancias en la cárcel o los trabajos como basurero y recogedor de marginados -”Locos y mendigos”- y desemboca en la escatología en Los caníbales, no sin que sorprenda al fin con un ejercicio de realismo maravilloso -Los hierros del muerto-.

Independientemente del sustento autobiográfico de los distintos relatos, el “yo”, que no oculta ser un narrador de historias -”Escribo para pinchar un poco y obligar a otros a oler la mierda. (...) Así aterrorizo a los cobardes y jodo a los que gustan amordazar a quienes podemos hablar”-, proporciona la credibilidad existencial del testimonio directo de los mil y un dramas de esa escombrera que es Habana Vieja, y sólo en la tercera parte, cuando la violencia se adueña de las relaciones entre los personajes y la pulsión sexual cede ante la de muerte -Dale una puñalá, acere-, la voz se retrae a la tercera persona y se adopta el punto de vista de un observador. Y es desde el final de la Trilogía..., asomados al abismo de la falta de esperanza, cuando relatos como El aprendiz,el adolescente que se inicia en la delincuencia, o el boxeador de Siempre hay un hijoputa cerca, se antojan “puestas en abismo” de la peripecia habanera de un buscavidas, golpeado y sonado-sin ton, ni son, ni ron-.

Correlato de la desintegración del yo, característica de la narrativa del siglo XX, la atomización de la acción es la expresión de una fragmentariedad social -”así es como uno vive: por pedacitos, empatando cada pedacito, cada hora, cada día, cada etapa, empatando a la gente de aquí y de allá dentro de uno. Y así uno arma la vida como un rompecabezas”-, de una ciudad hecha añicos y cuyas diversas secuencias, superpobladas como una inmensa cuartería, conecta con sus andanzas Pedro Juan, el hilo conductor que va engarzando los cuentos, como cuentas de algún collar de Changó, en series de episodios que respetan la cronología, el curso de la Historia.

Pese a que las jaculatorias inscritas en la filocteria que a modo de fajín rodean la edición abundan en el carácter subversivo de esta denuncia social -y, ciertamente, no faltan dardos envenenados contra el Régimen: “Estuvimos encerrados treinta y cinco años en las jaulas del Zoo. Nos daban alguna comidita y alguna medicina, pero ni idea de cómo era todo más allá de los barrotes” -, el autor sigue residiendo hoy en La Habana, lo que da buena fe tanto de su autenticidad como de su coraje.

Si bien es cierto que se reconocen diseminadas algunas alusiones intertextuales a Cabrera Infante, y que se perciben los obligados ecos del realismo sucio de autores norteamericanos como Miller o Bukowski, no es menos cierto que esta Trilogía... desprende tanto el hedor de la podre moral de un Céline como el absurdo inodoro de un Beckett, en un “viaje hasta el fondo de la botella”, “esperando algo de ron”.

Largo verano de amores y azoteas, Trilogía sucia de La Habana está levantada sobre la virtud de la templanza en su polisémico abanico de significaciones, muy en particular en la de la satisfacción sexual, con ese mestizaje de la promiscuidad nómada afrocubana y el sentido de aquel honor del “dompedrojuanismo” hispano, juego de variaciones sobre una “pequeña pornografía cubana”, maridaje aleatorio de trípodes masculinos y huecos femeninos en virtud y efecto de la ley natural -sin moral-, por encima -o por debajo- del horizonte ético, contados con una forma en que se pega la hebra de la reflexión a la narración de la anécdota como la carne al hueso con un estilo prieto y fibroso, magro o flaco, como la evocada carne mulata.

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