Marzo 2001

El Caballo de Troya

amado gómez ugarte
Los prolíficos

En este mundo nada se detiene, todo va y viene, sube y baja, sale y entra. El movimiento, la oscilación es sinónimo de progreso. Los constantes altibajos de la Bolsa hacen más altos los beneficios de los capitalistas y más bajos los ahorros de los proletarios. No hay espacio ni lugar para la quietud, la quietud genera pobreza (a los nuevos pobres se les llama parados). Hasta la naturaleza parece apresurarse y tras un terremoto viene otro y otro, o un tornado o alguna inundación. No hay descanso. Las células del cuerpo humano tampoco se detienen, envejecen a ritmo del tiempo. De manera que por mucho que nos paremos a mirar el reloj o a contemplar nuestro rostro ante el espejo, la vida prosigue imperturbable su imparable curso. Por eso a algunas personas les ha dado por ser prolíficos en su creatividad, y defienden que la mejor labor del creador, escritor o artista, es la propia dedicación al trabajo. Dicen que hay que estar frente a los folios o el lienzo en blanco, para que cuando llegue la inspiración nos pille con las manos en la obra.

Siempre me han maravillado y causado algo de envidia esos escritores y escritoras capaces de redactar una novela o dos o tres al año. Como si la literatura fuese una carrera de cien metros lisos y hubiese que acelerar la pluma para llegar cuanto antes a la meta. Les admiro por su velocidad, como admiraba a Carl Lewis, pero me crean serias dudas sobre el poso, el sedimento de materia anímica, íntima, que deben poseer todas las historias que se cuentan por escrito para dejar huella en el alma del lector. Y es que muchas veces da la impresión de que escriben hojas y hojas de modo superficial, para que se las lleve el viento, para que tras pasar la vista sobre ellas, apenas quede otra sensación que la de haber realizado un ejercicio rápido de lectura, un deporte de agilidad mental, una manera más de pasar el tiempo.

Por desgracia soy de los que opinan que para escribir hay que dormitar mucho, y estarse muy quieto, al acecho, y observar con detenimiento la vida, y pararse a pensar. Y pender del frágil hilo de la esperanza en perpetuo equilibrio de firmeza, con la sabia calma con que las arañas tejen su sedosa trampa, en la que caen los acelerados insectos. Eso transcurre según su proceso natural, su cumplimiento, su sazón, y está reñido con las prisas.

Es la diferencia entre la fruta madurada en el árbol y la recogida verde.

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