Marzo 2001

Bestiario

josé morella

Ahora, con motivo de la polémica por la última e indecente concesión del premio Cervantes, ha vuelto a iniciarse la necesaria discusión sobre la confusión entre la literatura y su tinglado, entre la escritura y el mercadeo degradante que la sustenta, entre los escritores que viven para la literatura y los que viven de la literatura, o del burdo tejemaneje comercial de la industria de los libros. Para ejemplificar un poco la cuestión, nada mejor que la mejor literatura: en El Astillero, la novela de Juan Carlos Onetti, se nos ofrece una escalofriante metáfora del oficio del escritor. Se trata de una parábola brutal sobre un tipo de economía literaria, encarnada en la historia de un astillero en ruinas cuya dirección es encomendada a un nuevo Gerente General, Larsen, para que reflote el negocio. Larsen, al que le han prometido un gran sueldo, sabe que nunca va a cobrarlo y persiste en seguir viviendo de la caridad de dos empleados que rebañan como buitres los restos del astillero moribundo revendiendo las piezas viejas y oxidadas del pabellón vacío. Para más patetismo, se compromete con la hija del dueño, retrasada mental, para disfrutar de la futura herencia. Todo es mentira y Larsen lo sabe; durante todo el tiempo lo sabe, pero sigue insistiendo en la ruina como sistema de vida. La ruina es lo único auténtico en la vida de Larsen. Sólo hay que cambiar el astillero por la escritura y a Larsen por Onetti. Lo que está haciendo Onetti es explicar cuál es para él la relación entre economía y literatura. Escribir no es una manera de ganarse la vida. Escribir es la vida. Y es la más absoluta ruina. Como la vida es una ruina, el astillero de Onetti, la literatura, también lo es. Pero es lo único que existe. La vida no importa, sólo importa el texto. Como decía Truffaut hablando del cine: la vida no es nada; sólo existen las películas, como trenes en la noche. Onneti llevó al extremo la certeza de que uno está en la vida para escribir, y que sin escritura la vida no tiene ningún sentido. No está justificada. No tiene sentido el poder, ni la fama, ni el dinero. Sólo tiene sentido la escritura. Onetti no vivió; escribió. Su muerte en Madrid, en condiciones económicas precarias y olvidado por los lectores y la crítica lo demuestran. La literatura era su astillero. Su particular manera de irse muriendo. Hay una relación directamente proporcional entre la dejadez y la pobreza en la que vivió y la absoluta perfección de su escritura. Es una de las muchas maneras de la autenticidad, que no conocerá jamás ningún Cela ni ningún Umbral, autores en mi opinión demasiado valorados que apenas han dejado sobre el panorama literario unas briznas de prepotencia bañadas de moralismo aleccionador, amiguismo político (el señor censor sólo se enfadó cuando le censuraron a él) y abundante megalomanía. Personalmente, me impresiona la verdad con que José Donoso, en el prólogo a El Astillero, comenta el hecho de que a Onetti no le fuera demasiado bien con los premios: “Es muy probable que los premios literarios hayan sido creados por algún demiurgo sarcástico para subrayar la carcajada con que el tiempo se venga de las certidumbres. En todo caso, los premios sirven para otear desde ellos el panorama, y, avergonzado, uno se pregunta cómo es posible que, lo que hoy parece tan evidente, ayer pudo parecer siquiera dudoso”. Comparen esto con las declaraciones públicas de agradecimiento del último premio Cervantes a sus patrocinadores políticos. Larsen, en su astillero, jamás pudo dar las gracias a nadie. Jamás quiso, por otra parte. Estaba demasiado ocupado en la tarea cotidiana de olvidarse de la completa ruina del negocio que, un día, pensaba heredar. Demasiado ocupado con su vida.

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