Febrero 2001

El quintacolumnista

luis arturo hernández
Festival estético

(Reseña de Primeros poemas, Joaquín Gurruchaga)

Marinero que perdió la gracia del mar tras el trágico embarrancamiento del gran transatlántico de la Generación artística de la República, reaparecía el donostiarra Joaquín Gurruchaga a finales de los 90 en el panorama literario español, rescatado por los buscadores de tesoros de la editorial Calambur -Últimos poemas (1995) y El tiempo, el humo, el pasado (1996)-, y emergen ahora, pecios sepultados por el tiempo, como las burbujas del último suspiro tras su muerte en 2000, entre obras inmarcesibles, con la solidez de la espuma de mar Primeros poemas (1929-1936).

La edición, ejercicio de arqueología poética de la obra de este hermano menor del llamado “grupo poético del 27”-y tripulante desconocido en la botadura de la famosa generación literaria anterior a la Guerra incivil-, recoge la primera cosecha de un autor que se inscribe, por sensibilidad y estética, en el Nuevo Romanticismo que como reacción a la deshumanización de las vanguardias resucita para la poesía castellana la emoción depurada ya de los excesos del Modernismo anterior a 1914.

Primeros poemas será un paseo por el amor y la muerte hasta el verano del 36.

Poesía de una sentimentalidad en voz baja -la insistencia en el “silencio”, anticipo de una obra silenciada durante decenios-, de formas concentradas, neopopularistas -con paleta de colores y flora de los jardines del sur: adelfas, magnolias, camelias- y el destello y centelleo de la imaginería que diera a la luz el Ultraísmo, esta obra primera de Gurruchaga es expresión jubilosa y radiante del descubrimiento de la vida bajo la especie de Eros -hermanas, Diosas, vírgenes, novia-, por sobre la que planea la sombra de la ausencia o presagio de muerte -aliteración del endecasílabo ”y sé que eres tú, mar, amada y muerte”-, una poética de la negación -”No volváis nunca”, “Que no te vean”, “No digas nada” “No entréis”-, que con tono persuasivo vierte el anhelo o la súplica, y hasta cierta voluptuosidad en el anonadamiento del hombre -”Dulzura intensa e infinita/ que estremece mi ser/ en esta muerte última y sin límites”-, hacia una conciencia del ser que se descubre humano en el dolor-”En el oscuro/ llanto del hombre hay más deseo”,“decidme por qué sufro”, o la sangre- y se reorienta, desde la hondura de lo subjetivo, a la condición humana -la manida “apertura del yo al nosotros”, no por repetida menos cierta- en especial en Bosque y mar -extensos poemas de más hondo calado que, desde la existencia individual, apuntan a un esencialidad “eterna”-, hasta desembocar en un canto confesional y urgente, de cruda experiencia y poesía sin pureza -Cuando estalla el motín-, que vaticina el gran silencio de una conciencia que se sintió a sí misma como la de un ser pensante, gracias a los pentimentos -”de quien piensa,/ y solamente piensa”-.

Irracionalismo poético subjetivo que, al igual que en la poética de sus hermanos mayores -son conocidas su relación con la Residencia de Estudiantes y admiración por García Lorca-, hermana el sentimentalismo -la tristeza, la zozobra, la dicha- y la sensualidad -rosas, lunas, caballos blancos y espadas, lanzas, hombros y manos- con el pensamiento -”la obsesión de ser un hombre y solamente un hombre”- en su diálogo plural, con la Naturaleza -en ocasiones de inspiración panteísta- y con los demás -”Amigos míos”-, que rinde culto a la plenitud del ser vivo en armonía con lo Otro, en un proceso de rehumanización poética tan distante del simbolismo que consagrara el Modernismo como de la imagen pura y gratuita del Creacionismo, y que proyecta una mirada emocionada en el paisaje, en la hora de un encuentro, en la anécdota vital en definitiva, subjetivizadora de la realidad, lejos de un presunto Futurismo -“máquina de escribir” y “teléfono” son artilugios que forman parte del proceso de elaboración del poema, según confesion de su amigo Gabriel Celaya- y que apuntaba maneras en la imaginería visionaria propia del surrealismo hispano.

Poesía de una noche de verano, estival, auténtico festival emotivo del poeta que bajo los signos de la música -flautas, pianos o pianolas- recorre el repertorio de la lírica castellana, desde romances y composiciones populares -con su matemática precisión y geometría correlativa, estribillos y estructura recolectora- a las formas clásicas -así, el soneto- hasta liberarse de la métrica con el versículo asociacional.

Breve pero intensa trayectoria estética -nada ajena a la ética de su incardinación en la condición humana- que va retransmitiendo, en iterativo juego de versiones y variaciones sobre el mismo tema, el discurrir de una producción poética, que en la canícula se muestra jovial y naïf; en el estío, madura y grave; y sin llegar a granar se agosta prematuramente -por continuar con la alegoría del verano-, segada por el rayo de la guerra y habrá de esperar a finales de los años 90 para dar fruto, en una segunda cosecha -Últimos poemas-, olvidada entre las rastrojeras quemadas y los barbechos de la poesía de postguerra.

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