Abril 2001

von
Sufro porque deseo

“Las personas son tan felices como ellas deciden que van a serlo”
Abraham Lincoln

Gorka, cuando cumplía su servicio militar, se daba golpecitos en la base del dedo pulgar con una cucharilla durante horas hasta que se le hinchaba. De esta manera –decía- logró librarse de unas cuantas guardias. Con este ejemplo, Gorka intentaba explicarme por qué se sentía una persona infeliz. Según él, a pesar de que no le había ocurrido nada grave, la vida no había dejado de darle golpecitos ininterrumpidamente. Yo, mientras escuchaba su explicación, no podía evitar preguntarme si realmente era la vida quien le estaba golpeando o si, como en su propio ejemplo, él mismo se maltrataba para evitar la responsabilidad de enfrentarse a sus miedos y ser feliz.

El miedo es sin duda el mayor enemigo del hombre; una perturbación del ánimo –del alma- paralizante y contagiosa. A veces me da la sensación de que todos los agentes sociales se hubieran puesto de acuerdo en propagarlo. No es sorprendente, por tanto, que invirtamos tanta energía en competir por espacios de seguridad –económicos, intelectuales, físicos, emocionales- donde sentirnos protegidos, casi siempre a costa de incrementar la inseguridad de los demás… y también la nuestra.

Es importante conocer bien nuestros miedos, porque ellos representan las fronteras de nuestra libertad. “La libertad es el derecho de elegir los barrotes de tu propia jaula”, decía Anon. Aquellos que no conocen o reconocen sus miedos no son ni más libres ni más valientes, sino todo lo contrario. La persona valiente no es aquella que no tiene miedos, sino la que, tras mirarlos de frente, aún encuentra el valor para abandonar, una y otra vez, la visión que los provoca.

A pesar de que me he vuelto un experto en aparentar lo contrario, yo soy una persona más bien miedosa. Tengo una tendencia natural a preocuparme, es decir, a ocupar mi mente anticipadamente con peligros potenciales; aunque esto, probablemente, no es sino una forma encubierta de egoísmo. Ya me lo dijo una vez Krishnamurti en una de nuestras lecturas privadas: “Una mente preocupada no es una mente libre, ya esté preocupada con lo sublime o con lo trivial (...) cuanto más defendemos, más somos atacados; cuanto más buscamos la seguridad, menos la encontramos; cuanto más queremos la paz, mayor es nuestro conflicto; cuanto más pedimos, menos tenemos (…) ser vulnerable es vivir, y retirarse es morir (...) intentamos cortar con lo feo, y de este modo también nos hacemos insensibles a lo bello”. Palabras profundas que, sin embargo, se resisten a abandonar mi superficie. Y no es que no me lleguen al corazón, sino que en cuanto me descuido se vuelven a escapar -además yo soy siempre el último en enterarse. Los deseos de mi ego se cobijan y camuflan tras los de mi alma con asombrosa facilidad.

La mayoría de los miedos, lejos de ser naturales –menos aún inevitables- son miedos adoptivos. El miedo no es consecuencia de un peligro, sino de la percepción mental de un peligro, sea éste real o ilusorio. Sentimos de una u otra manera porque hemos pensado o procesado una información que es siempre, hasta cierto punto, interpretativa. John Ch. Collins escribió que "la mitad de nuestras equivocaciones en la vida nacen de que cuando debemos pensar, sentimos y cuando debemos sentir, pensamos”. Creo que es más correcto –aunque no tan bello- decir que cuando los pensamientos que gobiernan nuestra acción están muy arraigados, es decir, cuando tienen una gran carga emocional, otros pensamientos distintos -independientemente de su mayor racionalidad, utilidad o nobleza- fracasan en su intento por destronarlos. Dicho de otra manera, la inspiración de nuestras actos, sean certeros o equivocados, la hallamos en los sentimientos, que a su vez son consecuencia de nuestra manera de pensar o interpretar la realidad. Son por tanto los hábitos de pensamiento, que hemos ido acumulando subjetiva y objetivamente a lo largo de nuestra historia personal, cultural y social, los que determinan fundamentalmente nuestra actitud.

Existe una estrecha conexión entre nuestros miedos y deseos. De hecho, no podemos entender unos sin atender a los otros. Ambos son coordenadas de un mismo mapa que utilizamos para huir del dolor y encontrar el placer. Un mapa que, sin embargo, pocos han aprendido a descifrar; de ahí que nos encontremos casi siempre perdidos. Uno sólo teme o desea la ausencia de aquello que uno valora. Cuanto mayor es nuestro deseo por conseguir o conservar aquello que hemos identificado como deseable, mayor es el miedo potencial a que fracasemos en su consecución. Es decir, cuanto más posesivos somos y más deseamos defender, mayor es nuestra vulnerabilidad y nuestro temor a ser atacados.

No sólo el deseo incita al miedo, sino también el miedo al deseo. La inseguridad nos lleva a apegarnos a todo aquello que nos dé la sensación –ilusión- de seguridad, convirtiéndolo así en una extensión de nosotros mismos que hemos de proteger para que nos proteja. Nuestro deseo o apego puede ser proyectado a algo tangible, como una cosa, una persona o nuestro propio cuerpo, o a algo intangible, como es el tiempo, la aprobación o el prestigio social. Sin embargo, aumentar las defensas de nuestra “fortaleza” no mantiene al miedo alejado, sino que lo fortalece en su interior, pues siempre ha estado dentro –en nuestra propia mente.

La esclavitud del ser humano radica en que su felicidad depende del cumplimiento estricto de sus deseos y, en especial, del deseo de recibir aprobación. Tendemos a buscar el placer en aquello que da placer a los demás. Como animales sociales que somos, buscamos el aprecio del grupo con el que convivimos y por ello apreciamos la realidad a través de sus ojos. Nos guiamos por sus expectativas, que absorbemos tanto voluntaria como accidentalmente, convirtiéndolas así en las nuestras. El precio que pagamos por ello no es pequeño. A nivel personal: el sometimiento al pensamiento y la voluntad de los demás y la consiguiente pérdida de libertad. A nivel social: una sociedad que penaliza la falta de excelencia y estimula constantemente el deseo de alcanzarla, es decir, una sociedad competitiva, manipulable e insatisfecha.

El ser humano no puede ser libre mientras se empeñe en rechazar y sufrir aquella realidad que no se ajusta a sus deseos. El deseo es una montaña ilusoria sin una cima real desde donde disfrutar las vistas; una escalera con infinitos peldaños apoyada contra un muro equivocado. Insistimos en llenar nuestro vacío a través de la adquisición material, con la eficacia de quien arroja líquido a un recipiente cuya base está rota; o de quien rema con fuerza y sin cesar, pero de un solo lado. Nuestro miedo es de origen interno y no puede ser combatido –exclusivamente- manipulando el mundo exterior, sino –primordialmente- alterando la percepción interior que tenemos de él… y de nosotros mismos. Sólo las personas ignorantes e insensibles se sienten “satisfechas” con el mundo en el que viven. Sin embargo, si basamos nuestra paz interior en un mundo exterior “satisfactorio”, viviremos siempre en conflicto. En palabras de Anthony De Mello, “en vez de alfombrar el mundo entero para no tropezar, es más fácil calzarse un par de zapatillas”.

“El perfeccionismo es un estado de mente peligroso en un mundo imperfecto”
Robert Hillyer

Von, director de Sane Society, organización dedicada al fomento de actividades creativas y de sensibilización social ubicada en www.sanesociety.org

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