Abril 2001

virginia elena cubillán
El precio en palabras

En un primer mensaje que intercambié con el poeta K. Mitchel, de Oregon, me dio la impresión debido a la nitidez y ligereza del contenido en sus poemas, de haber topado en mi camino con uno de esos escritores con travesía dominada en el embravecido mar de la literatura, cuya faceta de aficionado había sido ya superada luego de largos años dejando estelas tras su lápiz. Cerraba mis ojos y trataba de imaginar la cantidad de ofertas a las que había sido expuesto en su carrera literaria; la cantidad que había aceptado y la que se había dado el lujo de rechazar.

“Llevo más de veinte años escribiendo poesía” me dijo en un segundo mensaje, a lo cual adjudiqué la maestría en el dominio de su métrica libre y en ese estilo acicalado que le permitía vestir elegantemente ideas vagas y comunes a partir de perros callejeros, prostitutas, supermercados y vagabundos de su ciudad. Era su trabajo un restaurante tradicional en pleno Eugene, donde se disfrutaba de platos hechos a partir de ingredientes comunes y asequibles, transformados en manjares para el paladar del lector.

“Trabajo en una maderera y escribo cuando el tiempo me lo permite” me dijo en un siguiente mensaje.

El escribir puede verse desde dos perspectivas: la subjetiva y la objetiva. La primera no es aquella embotellada en jardines de azucenas y música barroca de fondo, que nos lleva a fantasear mientras cerramos los ojos y pensamos “¡Qué bella es la literatura!”, luego de leer un verso o relato. El escribir poesía es una actividad subjetiva si consideramos que poco o nada puede aportar a los bolsillos hambrientos no sólo de reconocimiento literario, sino también de subsidio monetario, los cuales equivalen a la dicotomía del agua y el aceite. La perspectiva objetiva sigue tras los pasos de la anterior, y es la que establece que la faena de escritor debe ir acompañada de otra hermana profesión ¡como si la escritura no fuese lo suficientemente madura y moral como para cuidarse sola! Si bien puede sonar descortés (aunque real), la escritura es la oveja negra de los oficios, la que por lo general poca suerte tiene, y que sin importar cuánto sudor y lágrimas derrame sobre su propio lecho, apenas llega a levantarse y a poner un pie fuera del mismo. En una sociedad tan inmoral y azarosa, no puede menos esperarse que ese escritor necesite apoyar los avatares de su rutina en el hospital, en la oficina o en la escuela, sobre un lápiz y un papel (o computadora), cuando se sienta en su silla a conmutar pasiones entendibles únicamente por esa otra hermana que es su verdadera ocupación; esa que le lleva de la mano y desinhibidamente le permite desnudarse ante los ojos de una sensibilidad ajena y hasta en muchos casos tabú.

¿Cuántos poemas se han de escribir para poder pagar las cuentas de electricidad y teléfono? ¿Cuántos ensayos y cuentos para amortiguar la renta y el préstamo del banco? ¿Cuántas novelas para poder al menos ser leído? No se trata de ser pesimista y de tumbar la pesada ilusión de los hombros de aquellos que profesan palabras en beneficio de una literatura que no ha muerto gracias a ese ardid que años tras años le ha mantenido viva. Después de todo, ha sido el peso de esa ilusión el que ha pregonado las voces de maestros en el mundo de la literatura, llegando no sólo a los oídos, sino también a los corazones de quienes les han leído.

Kenn Mitchel tiene a sus 52 años un abanico de libros que va desde la tímida y corta rima engendrada por ese pudor de escritores novatos, hasta las más acogedoras historias basadas en imágenes de su Oregón actual. Continua trabajando en madereras, conjurando con ellas su pasión por la escritura y dejando entrever a través de sus poemas los extremos acoplados de dos perspectivas que aunque diferentes, son capaces de complementarse.

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