Abril 2001

Bestiario

josé morella

Se ha escrito mucho sobre el boom literario hispanoamericano, que alcanzó su apogeo en las décadas de los sesenta y setenta. Y se ha escrito mucho con razón, porque, al menos durante el último siglo, no ha habido ningún otro movimiento que tuviera la fuerza revitalizadora y la capacidad creativa que tuvo este en lo que se refiere a la narrativa escrita en español. Para muchos de nosotros sus novelas fueron el descubrimiento real de la literatura, porque no conseguíamos identificarnos con una tradición propia, la española, en cuyo talante canónico cabía todo lo real, pero era a la vez el corsé más pequeño y obtuso para lo imaginario. En el bestiario consideramos que si nuestra adolescencia hubiese estado llena de novelas picarescas, épica medieval y sequedad castellana noventaichesca, hoy en día estaríamos muy lejos de la literatura en cualquier sentido. Otro cantar es la poesía española, y las consideraciones sobre ella motivo de otro escrito. Gracias a Dios o a quien sea dejamos de ser púberes leyendo (no sé si entendiendo) a Vargas Llosa (que no era el mismo que es hoy), a Cortázar, a Rulfo, etc. Lo que ocurre con estos grandes fenómenos es que suelen eclipsar muchos otros fenómenos pequeños, por varios motivos. Por ejemplo, escritores considerados hoy esenciales, y que compartieron tiempo y espacio con ellos, no consiguieron la misma celebridad ni vendieron tanto, como Juan Carlos Onetti o, un poco antes, Roberto Arlt. También suele ocurrir que las generaciones inmediatamente posteriores o anteriores se vean eclipsadas por su fuerza, y quizá sea esto lo que más afectó la recepción del cuentista del que hoy queremos hablar aquí, un uruguayo fantástico en más de un sentido que se llama Felisberto Hernández. Nació en 1902 y murió en 1964, y pasó gran parte de su vida acompañando al piano las películas mudas que se proyectaban de manera ambulante por la región del Río de la Plata. También se le pudo ver de gira con su Trío, de concierto en concierto, de pueblo en pueblo. Su labor como narrador se le reconoció bastante tarde, pero su estilo surreal y fascinante consigue convertir en alucinados proselitistas a todos aquellos en cuyas manos caen sus libros. Apenas conocido en Europa (en España sólo Lumen le editó un par de cosas), en Argentina y en Uruguay su obra es motivo de seminarios universitarios y de una amplia discusión académica. Italo Calvino lo conoció, vía Cortázar, y se quedó literalmente fascinado con la fuerza enigmática de su prosa, hasta el punto de editarle en italiano. No nos extraña en absoluto, porque el tipo de creación en la que Calvino estuvo obsesionado siempre, una obra de tipo muchas veces fantástico pero claramente existencial a la vez: la trilogía de El vizconde demediado, El barón rampante y El caballero inexistente parece emparentada con los cuentos locos del pianista, que constantemente abundan en juegos de realidades paralelas a la "normal": Ursula, por ejemplo, es la historia de una vaca o de una mujer, de manera que el lector nunca puede terminar de adivinar si se trata de lo uno o de lo otro. En Las Hortensias se narra la historia de un coleccionista de muñecas de tamaño natural, que compra a un fabricante hoffmaniano, de manera que una especie de ejército de muñecas, las hortensias, rivaliza ante los hombres con las mujeres reales en una suerte de confusión siniestra llena de matices psicoanalíticos levísimos pero fascinantes. En La casa inundada, una mujer decide hacerse construir una casa que pueda ser habitada en estado de inundación, como una especie de Venecia doméstica, y en ella celebra ritos extraños con recipientes flotantes encendidos con velas. En El cocodrilo, un vendedor de medias para mujeres capaz de provocarse el llanto a placer decide utilizar este método para vender más medias, y lo que durante todo el cuento no es más que una farsa publicitaria acaba en duda metafísica... Su procedimiento es casi siempre el mismo: los protagonistas de sus cuentos, que empiezan siendo personas, acaban animalizándose o cosificándose, o animales acaban representando a personas. A partir de ese tipo de descripción, el protagonista va sufriendo transformaciones: a veces sus cualidades, o sus olores, o sus características físicas se despegan del personaje y se convierten ellas mismas en personajes. Todo en una especialísima y ligera figura, casi sin que el lector lo note, con un humor fino y nunca claro, siempre esperante de relecturas. Todo, como decía Calvino, es en Felisberto "muy suyo": un psicoanalismo muy suyo, un existencialismo muy suyo, una fantasía muy suya. Es la manera que Calvino tiene de explicar que en Felisberto hay algo original pero no descrito, no decible. O quizá simplemente no suficientemente estudiado. Ocupa un lugar clave en lo que Cortázar llamó "lo gótico en el Río de la Plata", donde encontramos al propio Cortázar, a Silvina Ocampo, a Borges, a Bioy Casares, a Horacio Quiroga. Pero de alguna manera Hernández es el más heterodoxo. Su nomadismo constante y su pasión por otro arte, la música, le llevó a cultivar la pieza corta. Su biografía nos remite enseguida a esa genial película de Fernando Fernán Gómez, El viaje a ninguna parte, donde se narra el impacto que el cine ambulante supuso para los cómicos de la época, arrasándolos. Felisberto estaba allí, entre el polvo de los caminos, arrimando su piano a las salas de los ayuntamientos, a los boliches. No podía dedicarse exclusivamente, como Borges, al estudio de las cimas, ni tenía todo el tiempo del mundo, que es del que dispuso Quiroga en la selva para seguir las normas de su idolatrado E. A. Poe. Felisberto escribía mucho más intuitiva y fragmentariamente, entre concierto y concierto, entre viaje y viaje, como si buscara sin parar, convulsivamente, algo inefable en su inestabilidad. Pero sus cuentos nos conducen a una experiencia profunda de la memoria y de las sensaciones cotidianas que no es fácil de parafrasear. Por eso lo recomiendo. Búsquenlo ustedes. Busquen a Felisberto.

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