Septiembre 2001

La carcoma y las abejas

guillermo unzetabarrenetxea

El tiempo es una carcoma infinita que roe los edificios antiguos con dientes muy variados: grietas producidas por hundimientos del terreno, polvo y viento y erosión y moho, hollín de velas e incendios, ampollas de humedad, rapiñas y gamberradas, grasa impalpable de los lentos sudores de siglos de visitantes, cagadas de mosca, brochazos y parches de un mantenimiento descuidado.

Si se trata de un edificio ruinoso que se decide reconstruir, hay que cortar y abujardar sillares, poner vigas y tejas nuevas, baldosas y tarimas, fontanería y electricidad anacrónicas. Pero si sólo se trata de restaurar, unas laboriosas abejas emprenden la lucha contra la carcoma del tiempo, lentas, constantes y tenaces como las mareas.

Empiezan por erigirse andamios enormes que se pueblan de compresores y bidones de productos químicos, de piquetas y bisturíes, instrumental óptico de alta precisión y niveles de albañil, cajas y cajas de guantes de goma y pinceles y esponjas, kilómetros de algodón en rama y sacos de no sé qué, focos y alargadores eléctricos, carpetas, papeles, bolígrafos. Y toda esa barahúnda no es nada más que lo necesario para empezar a trabajar, como son necesarias minas de hierro y forjas y trenes de mercancías y pozos de petróleo para fabricar una humilde bicicleta de paseo. Y cuando la última escalera está en su sitio, cuando todas las conexiones eléctricas funcionan, los restauradores comienzan su tarea.

Trabajan con un respeto absoluto hacia lo que los siglos aún no han destruído. Su objetivo es dejar a la vista lo que la erosión haya respetado, no sustituirlo o cubrirlo por nuevas capas de pintura. Con la misma paciencia infinita que el tiempo contra el que luchan, con la misma delicadeza con que se depositaron las capas de polvo, con la misma firmeza con que los cimientos sostienen las catedrales, las manos de los restauradores revolotean como colibríes que tuvieran pinceles o escalpelos en las alas; van eliminando micra a micra pinturas chapuceras, hongos criminales, detritus corrosivos, carbonillas opacas. Para el profano resulta sorprendente esta actividad frenética pero casi inmóvil. Ahínco de termitas, sabiduría de doctores, ternura de amantes, posturas de penitente. Lo más fascinante es que esas manos que se mueven con precisión de cirujano y gusto de artista son el último eslabón, el decisivo, de una cadena compuesta por toneladas de metal y maquinaria puestas a su servicio. Humano, hermoso, simbólico.

Guillermo Unzetabarrenetxea
Fotógrafo
http://www.euskalnet.net/giller
giller@euskalnet.net

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