Noviembre 2001

Del interés del arte por el terror

kepa murua

La historia del arte es un documento con el terror desnudo como un apéndice de la vida. Antes que el primer artista firmara con su nombre para mostrar su habilidad y oficio, el hombre plasmó en la naturaleza sus miedos y sentimientos hasta encontrarse frente a frente con lo que hoy entendemos como arte. El artista, sin darse cuenta, mostró su visión del mundo como un logro particular frente a los otros. El espectador, símbolo último de una sociedad de masas, vio más tarde cómo el terror se adueñaba del mundo del arte con el fin de presentar a los ojos de la sociedad los hechos acaecidos en el tiempo. El terror del individuo ante la muerte, siempre la muerte como elemento disuasorio, el temor de un pueblo ante la derrota, el asesinato como hecho delictivo, la tortura como denuncia, cualquier forma de terror fue y sigue siendo, para comprender el sentido del arte, una iconografía que cobra pleno sentido ante la realidad cotidiana. Los sueños alocados, los rostros afilados, las manos elevadas, las plegarias ante el dolor y el sufrimiento son sombras en la historia, que el arte más tarde reconvierte en luces. El artista imprime su carácter ante el espectador y la sociedad de masas se apropia del exhibicionismo del cuerpo en trance. Como tampoco existía un mundo para la novedad o la sorpresa, el arte se volcaba en la visión de la ruina y en la constatación del fracaso como una metáfora del sufrimiento radical que descubre al hombre. Ahora en cambio el terror ha ido más lejos y se ha adueñado de todos con una realidad distorsionada donde la destrucción de las sociedades civilizadas aísla la permanencia del mundo en unas pocas manos, que precisamente no pertenecen al artista sino a los más osados. En el caos sólo unos pocos han definido la obra perfecta del arte en el siglo veintiuno. Asistimos a la inmolación como un nuevo misticismo que arraiga en la venganza y se muestra en la repetición de los hechos sangrientos que nos conmueven con una naturalidad estremecedora ante los medios que lo contemplan todo. Sorprendidos por fin y tratando de encontrar una explicación al terror que apenas nos conmueve, se retransmite finalmente un documento más de la historia, que no de la historia del arte. El artista ha perdido su batalla. Ha perdido la fe en su propia historia y ya no le queda tiempo, ni margen ni memoria, para firmar con su nombre las grandes actos y gestos que le correspondían como espectador privilegiado ante el dolor y la miseria del hombre.

Ilustración: A. Lz. de Luzuriaga

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