Noviembre 2001

Juan Sánchez (Pintor naïf)
La fertilidad del Otro Diluvio

luis arturo hernández

La barca -el Arca de Noé-, anclada tierra adentro en el vergel florecido, se diría la concha de un molusco antediluviano, el gran caparazón del cetáceo varado con el parásito de su tripulante -salacot de explorador, sombrero de agroturista- a bordo, y del que volviera a renacer la vida sobre la Tierra -en un Cementerio improvisado (1999)- en la creación primitivista del pintor naïf Juan Sánchez (Salamanca, 1941).

Esfumado el arco iris -azul, rojo, amarillo, ultravioletas- que rubrica el pacto de la nueva -y buena- vida, el rayo verde fertiliza con su verdor el campo en barbecho del lienzo de lino bajo el iris arcaico de la niña colorada del ojo de un sol niño que prodiga -niño prodigio- su luz risueña, la claridad del ojo que todo lo ve, sobre la Tierra y las tierras con los pueblos -sus huertas y labrantíos-, o las ciudades como barrios de una aldea global -el sol es un globo rojo que rondan las golondrinas-, y retrotrae la pupila del observador con candor cristalino hasta el origen del mundo.

Y, así, Sánchez recreará la cosmogonía de la infancia en El otro paraíso (1990), frondoso jardín del Edén, florido y fecundo, con sus pudibundos primeros padres -y madres- rebosantes de dicha -y de chicha- bajo la dichosa tentación frutal -cromo inaugural del álbum de la Naturaleza-, parque a la orilla del agua primigenia de la plaza fundacional, aplazada luego-por cuanto se remonta a las fuentes de la vida-a fuente de la plaza del pueblo, y desplazada después a plaza de armas, del mercado, de toros, y a todo emplazamiento en que mane el sentimiento de la vida comunal.

El pintor proyecta con minuciosidad de artesano su mirada benévola, ilusionada -que no ilusa- sobre las costumbres de un mundo campesino -las faenas del campo o de la capea, la boda y las rogativas, el retrato de grupo o la reunión de amigos- y bonancible sobre el paisaje -y la consabida reiteración del ciclo de las estaciones-, una mirada idealizadora y dominical -aun en día de labor- que acaricia este mundo cálido y amable, poblado de figuritas de un renacimiento acrílico y profano, entre paisajes ubérrimos -que se antojan decorados plegables del teatrillo de un feriante de la legua- y marinas-de barcos con nombre mujer junto a los arcos porticados de ladrillos de caramelo y puertos empedrados de adoquines de colorín-, sin rasgos -ni rasguños, ni los desgarrones de la desgracia-, sin cara -con el sincero descaro de la felicidad-, sin facciones -ni físicas, ni políticas, sólo arropadas por los colores de la enseña de la comunidad-, óvalos morenos en los que, como en esos passe-par-tout de tamaño natural de la feria, puede situarse el espectador para observar el quieto e inmóvil discurrir del tiempo. Beatus ille agraciado de vida, y en estado de gracia.

Mundo humilde de la artesanía y buenos oficios, el universo de Sánchez apunta a la senilidad del Hombre en el Cementerio improvisado de automóviles -golosinas caducadas, gominolas, cáscaras de cacahuetes a la sombra tutelar del cascarón (de proa) de la nuez que capeara el diluvio universal, con su Noé de punta en blanco-, en un encontronazo entre el Génesis mítico -escena tiernamente impúdica que, en su última variación sobre el tema (1999), al filo del Milenio, está sembrada ya de desechos industriales no biodegradables, al igual que la grotesca y políticamente incorrecta estampa goyesca titulada Basura real (1997)- y el Apocalipsis fatal del consumismo acelerado, y todo en un microcosmos paralelo, terruñero y localista -con su propio microclima rural-, rebautizado por el dedo índice de un pincel, y que zahonda en la belleza elemental, labrándose una imaginativa parcelaria de lienzos de lino donde florece la utopía de la abundancia diaria y fructifica la maravilla de lo cotidiano, haciéndole frente a la ferocidad del Gran Diluvio con la feracidad –con esa fertilidad poética y antidiluviana- del otro diluvio, éste de un tal Juan Sánchez.

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