Mayo 2001

Yi Sang: un raro de la Literatura Coreana (II)

mario alonso arango m.

EL CUENTO “ALAS” COMO ALEGORÍA DE UN CUERPO COLONIZADO

Lo que resalta desde las primeras líneas que abren el cuento “Alas” (Nalgae), publicado originalmente en 1936, es la presencia de un narrador que se expresa en primera persona, conformando todo un silencioso soliloquio donde no hay diálogo más que del personaje consigo mismo, y también un lenguaje lleno de cortes que pareciera estar acorde con la consciencia desmembrada del personaje. La historia se narra en la voz del recuerdo, del libre fluir de la consciencia, extendiéndose al principio como un puente de sinceridad que acerca realmente al lector con el personaje y su mundo narrado, pero que luego termina por hacer pesada la lectura.


Dicho despliegue de sinceridad y honestidad, de distancia que se anula, no sólo acentúa el carácter confesional que tanto se le ha atribuido a la obra de Yi Sang, sino a la del personaje mismo quien se deja llevar por la inmediatez / espontaneidad de la escritura automática para hacernos conocer su drama: la anulación del sujeto y su consecuente soledad. A lo mejor esa ausencia de diálogo donde el “yo” se yerguería activo en la réplica o en el intercambio comunicativo no hace sino acentuar la ironía de dicha anulación. El personaje siempre calla, diríamos que “traga para adentro”, incluso en aquellas situaciones límites en que el lector espera una respuesta. ¿Cómo explicarse esto? ¿el personaje es un pelele, un loco sin estima o acaso un simple zángano que vive a expensas de su mujer?


El autor nos presenta toda esta situación límite, escamoteando el significado primero, principio y causa de dicha situación y en cambio nos presenta toda una cadena de circunstancias absurdas, de significantes que lo nombran. Quizá para la mayoría de los críticos y los lectores de su tiempo, debió resultar obvio que el mutismo del personaje, su existencia pasiva así como la absurda inconsciencia de ver que su esposa era una prostituta que recibía diariamente a sus clientes en la alcoba vecina a su espacio no eran más que signos inequívocos de las circunstancias sociohistóricas que sufría el país. Por eso debieron leer en el personaje al prototipo de toda una generación completa de intelectuales, viviendo en privado la frustración de ver su espacio colonizado. Veremos ahora algunos elementos de dicha cadena que comprueban cómo en medio de un ambiente colonizado donde las libertades se hayan recortadas no sólo el espacio y el lenguaje devienen privados sino que la consciencia misma termina por vivir una vida de fragmentos.



ESPACIO Y ENCIERRO


El espacio-encierro como significante literario ha estado asociado en sentido general a la violencia. Su representación es múltiple y variada así como sus causas. Entre otras, algunas veces asume la suerte de espacio para un cuerpo negado (preso, torturado, desaparecido, etc.) como signo de la represión infligida por un estado policial. O la de un cuerpo reprimido, cortado en sus alas y educado no para asumir su propia consciencia sino para vivir su pérdida. También habitando un cuerpo modelado en valores y manipulado por la sociedad de mercado y los medios de comunicación, tan falto de originalidad como cualquier producto acabado en serie. Dentro de estas figuraciones, son inolvidables los personajes kafkianos, sujetos a fuerzas invisibles, monstruos de la abstracción, siempre inapelables en sus juicios, o los de Julio Cortazar, allanados y desplazados sin piedad de su espacio por fuerzas también extrañamente invisibles. Sin embargo, no ha habido quizá nadie como el marqués de Sade en poblar su mundo imaginario del espacio-encierro. Allí donde la fuerza de los rituales (la repetición / por oposición a una práctica original ) no hace sino acentuar la presencia extraña del poder que se yergue arbitrario como rey para ensañarse en la anulación del otro, e incluso de sí mismo, y donde la soledad es la suerte definitiva.

En “Alas” el ámbito del espacio se desarrolla básicamente alrededor de las dimensiones del adentro y el afuera, correspondiendo el primero al espacio o guarida del personaje y el segundo a la alcoba de la mujer, que por extensión se presenta abierto (social) como el mismo mundo de las calles de la ciudad donde hay que ganarse el mendrugo de pan francés (o los residuos, parafraseando la ironía del autor). El uno tiende a invadir al otro, a acorralarlo, a penetrarlo con sus reglas (el valor de cambio), de diferentes maneras, así por ejemplo:


1. A través del dinero y la alcancía que la esposa sin una clara finalidad le regala al personaje. De hecho para él es un objeto extraño, sin importancia, tanto que no hacía uso de ella. Lo que manifiesta el personaje desde el principio, en que se da cuenta que su esposa había hecho uso de parte del dinero ahorrado, y también mucho después cuando la acción de depositar la moneda se ha vuelto ya una actividad rutinaria:


Metía las monedas una tras otra, pero la llave quedaba en sus manos.
Recuerdo que algunas veces volví a guardas más monedas. Era un perezoso.
Días después, apareció repentinamente con una horquilla de pelo, sorprendiéndome
como esos primeros granos que nos salen en la adolescencia. Entonces entendí
porqué la alcancía estaba más liviana. De todos modos, dejé de ponerle atención.
Era tan indiferente que ni siquiera me alarmaban esos incidentes.

(...)

¿Cuántas de esas monedas se habrían deslizado en la alcancía? Yo no la había
vuelto a sopesar. Simplemente, sin ganas, iba dejando que cayera cada nueva
moneda por esa ranura en forma de ojal.

Hasta este momento el personaje se nos presenta por fuera del orden de “la pulsión de gasto”, el día en que salió con unas cuantas monedas en los bolsillos dispuesto a comprobar el placer que había detrás del juego del intercambio, termina por ver el mundo de fuera como un laberinto de calles, cansado y vencido. La inverosimilitud de la escena nos recuerda los finales absurdos del niño a quien por primera vez arrojan sus padres para que haga uso del dinero a su antojo. Confuso trata de olvidar su propósito (comprar los favores de una mujer), dice que no pudo atreverse, incluso parece intentar subvertir el juego al tener la intención de regalarlo. Pareciera resistirse a sus reglas:


(...) quería comprobar por mí mismo si existía tal placer.
Una noche me escabullí aprovechando su ausencia. Sin olvidar las monedas,
las cambié en la calle por billetes. Era una buena cantidad: sumaban cinco
wones. Los guardé en mi bolsillo y empecé a vagar sin rumbo, intentando
dejar a un lado mi propósito. El maravilloso mundo de fuera, que no había
visto por largo tiempo, no dejaba de excitar mis nervios. Me cansé muy pronto,
pero me aguanté. Anduve a la deriva hasta bien entrada la noche. Por supuesto,
no gasté ni un centavo. No me atreví. Al parecer había perdido completamente
el hábito de gastar.
(...)

Quería regalar a cualquier persona esos cinco wones que se habían ido
acumulando contra mi voluntad.


Sin embargo, cabe anotar como la palabra no dicha, la finalidad del dinero regalado, termina siendo una especie de invitación a la complicidad de parte de la mujer, una especie de pago por su silencio. Y como de esta manera se empieza a configurar un orden perverso en la relación, ya que será el dinero el puente que le permitirá al personaje acceder a su mujer con la misma pasión que los visitantes. Lo que sucede cuando el personaje viene a descubrir su valor. El proceso es paulatino, incluso doloroso hasta volverse compulsivo, denotando con ello la lenta reducción del personaje a la estructura perversa o del valor de cambio (dinero por cuerpo/placer) por oposición al valor simbólico, donde lo dado (el amor) debería estar por fuera de las mediaciones. Si no cómo entender que el personaje en algún momento se haya desprendido de la alcancía, para luego andar deseando tener dinero:


Que los visitantes dejaran dinero a mi esposa seguía siendo un enigma sin
solución, como esa moneda que me regalaba cada vez que venía a mi alcoba.
Esto no me disgustaba, pero lo más excitante era sentir deslizarse la moneda
entre mis dedos y ver cómo desaparecía su rastro en la ranura. No había mayor
placer.

Un día arrojé la alcancía a la letrina del baño. No sé cuántas monedas había
en ella en ese entonces, pero pesaba bastante.
(...)

¿Por qué los billetes no caían del cielo como un aguacero? ¡No me importaba
la cantidad! Me invadió la tristeza. No sabía cómo conseguirlo. Creo que lloré
quedo entre las sábanas, preguntándome por qué no lo tenía.


2. Y a través de la alcoba de la mujer, un espacio que por el hecho de haber sido convertido en burdel, termina por aprisionar al personaje. El espacio que habita es el propio para un cuerpo hacinado, sin luz y sin aire, sujeto a los horarios que impiden la libertad de tránsito a toda hora y momento, lo que nos recuerda un estado represivo, con sus campos de concentración y toques de queda. Ese espacio más interno de la alcoba donde vive el personaje es paradójicamente creado por el que ocupa su esposa. Come, duerme e incluso se siente seguro allí. A él no se puede acceder desde fuera sino atravesando el de ella, no tiene ventanas, solamente un colchón extendido en el piso. Y aunque este espacio le sirve de refugio para sus elucubraciones como si fuera el útero materno, es dependiente de aquel otro.


Por otra parte, la alcoba de la mujer, es no sólo un espacio abierto en tanto que social, como decíamos arriba, sino el lugar en el que el personaje termina reducido a un estado infantil. Parece que durante el día, cuando la esposa sale y no hay presencia de huéspedes, el narrador pasa el tiempo jugando fascinado con los objetos de tocador de su mujer, quemando papelitos hasta el éxtasis, viviendo una vida sexual a fragmentos, desde la mediación que le permite la contemplación de la ropa de su mujer y el olor de sus envases de cosméticos:


Escojo uno, lo destapo, llevo el pico de la botella a mi nariz y lo inhalo lenta
y profundamente. Cuando su exótico y sensual aroma se escurre en mis pulmones,
empiezo a sentir que mis párpados se cierran instintivamente. Sin duda, es una
parte de la fragancia del cuerpo de mi mujer. Tapo la botella y empiezo a
preguntarme ¿a qué parte de su cuerpo huele ese aroma? Pero no estoy seguro (...)
(...)

La habitación de mi esposa ha sido siempre lujosa. Mi espacio, en cambio, está
tan desnudo que no tiene siquiera un gancho en la pared. Del techo de su alcoba,
tachonado de múltiples ganchos, penden chalecos y faldas de todos los colores.
Me fascina ver el abigarrado paisaje de grabados suspendido del techo. Imagino
y vuelvo a imaginar su cuerpo y sus diferentes poses con aquellas faldas. ¡Qué
obscena es mi alma!


3. A través de la casa número treinta y tres, ese largo recinto habitado por jóvenes en flor. El espacio parece estar rodeado por una valla y con una puerta principal que se supone debe preservar la integridad física no sólo de la casa sino de sus habitantes. Sin embargo, absurdamente el portón es atravesado por toda suerte de vendedores callejeros y transeúntes a cualquier hora del día y de la noche. La crítica coreana ve en este absurdo una metáfora del cuerpo colonizado, pues lo que acostumbraba ser una casa (la nación) termina convertida en un burdel. Vuelta accesible a todo, ella es violada en su intimidad como los cuerpos de las mujeres, prostituyendo a todos sus ocupantes o haciéndolos cómplices del acto. Es el caso del narrador que en un momento de autoreconocimiento llega a quitarse su máscara de puerilidad para mostrarnos desde la mirada de su esposa la ironía de quienes a pesar de todo han convertido el drama en comodidad.


Se escurría entre mis sábanas y me susurraba al oído extrañas
palabritas de consuelo. Con una sonrisa ni alegre ni burlona,
yo contemplaba su cara radiante. Entonces, ella me llenaba
con su sonrisa apacible, pero yo no dejaba de notar ese aire de
melancolía que flotaba en su semblante.


Con ello se acentúa la parodia del imperialismo, en tanto que expansión y acomodo de las consciencias a sus reglas. En relación con esto, desde un principio contrasta también el carácter del personaje o lo que llamaremos un cuerpo sobreviviente.

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