Mayo 2001

luis arturo hernández
" Adiós, cordera o vacas vascas y demás vacas de la piel de toro"

La superabundancia de vacas de papel estabuladas en los estantes de librerías y bibliotecas -en este 2001 con Carne. El año de las vacas, de Ruth L. Ozeki, en el mostrador-, envueltas en papel de la descuartizada revista literaria La media vaca, quizá empiece a padecer los efectos de la abstinencia lectora preventiva a la que la clientela se está sometiendo frente a sus hermanas de carne y hueso, y es probable que la vaca pirenaica de Memorias de una vaca, del campeón de perro de pastor vasco san Bernardo Atxaga, aquejada de una enfermedad neurodegenerativa, esté amnésica o paranoica en las estribaciones del espinazo de la cordillera pirenaica, por no mencionar Las vacas sagradas del arte vasco -pacientes del minimalismo cerebral y descarte conceptual- del hiperrealista Landazabal, o que aquellas Vacas de Julio Médem, extirpado el punto de vista de la órbita circular del ojo -material de riesgo donde los haya para un voyeur o boyero desorbitados-, en un progresivo fundido en negro, se truequen en La vaca cega del catalán Joan Maragall, o que se vaya diezmando, a medida que aparecen nuevos casos de la archipeste en la Costa da morte, la población de Un millón de vacas del gallego Manuel Rivas, a manos de Santiago el destripador, el descuartizador o un mero despojero al por mayor de menudillos, asaduras o patorrillos, casquería de matarile con orejas y rabo. Y eso si, para rematar la neuropatía espongiforme bobina que afecta al estado de cosas de las autonomías de la piel de toro, no se reivindica la conducción al matadero, y a toque de Clarín, del Adiós, Cordera de Leopoldo Alas como santo y seña, y más allá del Asturias, patria querida, en el Más Allá, como bandera y emblema de una reivindicación del bable -o bables, tantos como vacas- como lengua nacional, una más en el pentecostés de lenguas españolas, en una degenerativa locura colectiva.

“Las vacas pueden ser utilizadas como símbolo de muchas cosas. Sólo es feo y triste ponerlas como símbolo de mansedumbre y resignación”, afirma desde la otra orilla de la Hispanidad Augusto Monterroso en el ensayo homónimo de La vaca.

Y, de hecho, él exploró su valor emblemático para la marginación del escritor o la “indefensión de los débiles cuando se quieren hacer pasar por listos ante el poder”.

Pero ha tenido que llegar el nuevo milenio para que la realidad, que a menudo deja pequeña a la ficción, presente a la vaca como el símbolo de la desintegración de la memoria colectiva, de la pérdida de coordinación psicomotriz entre los miembros de un gran cuerpo social, de afasia y babelización de la capacidad verbal común de los españoles, del descerebramiento del llamado “estado de las lobotomías”-¡que viene el lobo!-, como summa patológica de los males de la patria -o de la matria- de España, que se resiste al despiece de su rompecabezas, en plena época de las vacas gordas, al igual que “la vaca de Maiakovski dando cornadas contra la locomotora” del tren de cercanías de un localismo dislocador -otra lectura de La vaca de Monterroso-, a tontas y a locas, y a pique de dejar “a la orilla del camino una vaca muerta muertita sin quien la enterrara ni le editara sus obras completas ni quien le dijera un sentido y lloroso discurso por lo buena que había sido y por todos los chorritos de humeante leche con que contribuyó a que la vida en general y el tren en particular siguieran su marcha” (Obras completas (y otros cuentos)).

En fin, una locura.

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