Mayo 2001

El Paso

josé marzo
Más allá de la cueva

Si yo fuera sordo, aún tendría mi vista, mi olfato y mi tacto para relacionarme con mi entorno.

Y si además fuera ciego, me quedarían mi olfato y mi tacto.

En un mundo privado de luz y de sonidos, aún podría usar un código alfabético hecho de sutiles gestos para comunicarme con los demás presionando con mis dedos en la palma de sus manos, o a puñetazos. Me perfumaría o dejaría de lavarme. Reconocería su olor, y esparcería el mío para atraerlos o ahuyentarlos.

Pero si también careciera de olfato y de tacto, de piel, ¿seguiría existiendo?

Sumido en mi cueva, aún podría pensar en teoremas matemáticos, o fundirme en una unión mística con mi dios.

Una cueva parecida debió de imaginar Descartes cuando afirmó “pienso luego existo”. Pero al escribirlo, incurría en una paradoja irresoluble. La misma paradoja de Zaratustra, cuando bajó de las montañas, o de tantos iluminados que abandonaron el desierto en busca de una aldea donde predicar sus experiencias, o que simplemente marcaron una piedra con sus uñas, para que otro iluminado leyera su sufrimiento acariciándola con las yemas de los dedos. Todos ellos existían, y al existir pensaban, pero también se comunicaban, se interrelacionaban.

Lo mismo vale para el santo tibetano al que, siendo niño, se le encerraba de por vida en una garita al borde del camino: él sabía que los viajeros se detenían ante él y murmuraban un rezo. Aunque algunos miraban alrededor y, viéndose solos, se limitaban a escupir.

Ilustraciones: Patxi Eribe

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