Mayo 2001

Cartas del Norte

josé luis garcía
Iguales pero distintos

¿Se han fijado en la extraña coincidencia de las portadas de las libros?. Quiero decir. Últimamente, quiero pensar que por pura casualidad ya que de lo contrario tendríamos que estar hablando de la escasez de ideas de los diseñadores de las mismas, confluyen en las librerías diferentes textos con idénticas tapas, lo que a menudo da origen a confusiones, o cuando menos a comentarios curiosos por parte de cuantos seguimos el mercado Editorial como si de una Etapa Reina de la Vuelta Ciclista se tratase. Y para que nadie se llame a engaños, voy a citarles tan sólo algunos casos, en la seguridad de que son muchos más: nos encontramos así con el ensayo El universo, los dioses, los hombres, de Jean-Pierre Vernat (Anagrama) cuya portada, detalle de crátera ática del año 570 a.C. lo podemos ver además de en el Museo Arqueológico de Florencia, en la novela La caverna de las ideas, (Alfaguara) de José Carlos Somoza. También podemos deleitarnos con el Retrato de Poseuse de George Pierre Seurat tanto en los Cuentos Completos de Catherine Mansfield editados por Alba como en la novela corta de Antonio Muñoz Molina En busca de Blanca, editada por El Círculo de Lectores, o con el retrato de I.S. Turguévev de V.S. Pérov (1872) en Diario de un hombre superfluo (KRK) y Páginas autobiográficas (ALBA) ambos del propio Turguenev. Pues bien. Lejos de ser una curiosidad resulta cada vez con más frecuencia una constante dentro del gremio editorial, como si se intentase con ello cubrir una carencia determinada, o contrarrestar un éxito puntual. Pero, ¿acaso Muñoz Molina necesita ampararse en estrategias de mercado para vender más libros?. ¿Se imaginan ustedes a Manuel Vicent compitiendo con otros autores (ahora que recuerdo también sus Máscaras de Aguilar se vio reproducido en El barón y las bestias del infierno de Juan Perucho en la Editorial Xordica) por un pedazo de la tarta de ventas?.

Cuando era mas joven, y acudía con regularidad al cine, recuerdo que cuando terminaba la película siempre me quedaba hasta el final aguantando el tipo, es decir, hasta que pasaban todos los títulos de cré-dito. Esa costumbre, por desgracia desaparecida hoy en día merced a la mala educación de los espectadores que no contentos con mostrarla en público se dedican a inculcarlas a sus hijos, junto a las temidas pa-lomitas de maíz, esa costumbre decía, consiguió que con el tiempo conociéramos a los diferentes respon-sables de fotografía de los filmes, a sus jefes de vestuario y hasta a quien traducía a un determinado autor. ¿Quien no recuerda la traducción de los Cuentos de Allan Poe por Julio Cortazar, o la de la trilogía de Italo Calvino El barón rampante, El vizconde demediado y El caballero inexistente de Esther Benítez?. Sirve todo esto de ejemplo, porque por desgracia sólo recientemente se había comenzado a valorar las carátulas de las portadas de los libros, pero supongo que muy pocos lectores estamos en disposición de citar al responsable del diseño gráfico de alguna Editorial, salvedad expresa por supuesto, de Francisco J. Satue, a quien nunca podremos agradecerle lo suficiente la sobriedad de aquellos volúmenes de antaño de Alfaguara. Todos iguales, pero todos diferentes.

Es por eso que me llama la atención el que ahora, justo cuando la profesión de diseñador comienza a ser respetada, las Editoriales muestren sus debilidades tan a las claras y sin ningún pudor exhiban en los escaparates de las librerías y en igualdad de condiciones los títulos de su catálogo, como denostando e infravalorando una de las razones fundamentales que intervienen a la hora de la compra de un libro: la portada. Porque existen libros, no nos llamemos a engaños, que se adquieren única y exclusivamente por la atracción que sobre nosotros ejerce su portada. Pero, cuando esta se repite con insistencia, y a veces coincidiendo con un autor que nunca habríamos de comprar, dicha atracción, cual inexhuberante mani-festación telúrica, pierde su virtud enterrada entre bastidores y se dispone a dormir el sueño de los justos, o el del olvido.

No desdeñemos un libro por el talante de su cabecera, no sería justo. Pero dotémosle de la perso-nalidad y del rigor estilístico necesario para que, como en aquellos filmes de antaño, sepamos reconocerle con el tiempo merced a la huella dactilar que dejó en nuestro interior.

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