Junio 2001

Desde dentro

mari carmen imedio
Moderados mediocres muertos

Hay muchos elementos en contra, pero no los suficientes para que nos resignemos al término medio reinante.

Aunque la tenemos a la vuelta de la esquina, quiero huir de la mediocridad con argumentos firmes porque conozco mi vida y sé lo que busco. De pequeña me educaron para que me quedara en un segundo plano, viéndolas venir. Ahora el día a día quiere darles la razón: resulta más útil acogerse a la ley de la comodidad y tiene más ventajas esquivar el mazazo que mostrar la cara; agachándose, uno evita el golpe, que puede significar decir adiós a cuanto (¿cuánto?) tenemos.

¿Moderación y mediocridad se dan la mano en el mundo real?

“Hijo, deja que los otros niños hagan primero el ejercicio, no quieras hacerlo tú antes que ellos”. Crecemos en la moderación mientras nos enseñan mediocridad. Sin embargo, a fuerza de contemplarlas en la sociedad que hemos fabricado, intuimos que no son idénticas y que lo moderado parece estar bien, no tanto lo mediocre. Una posible conclusión: algo (¿tiene que ser precisamente la publicidad?) nos está ayudando a salir de la medianía que nos absorbe. ¿Pretendemos acaso ser de otro modo cuando escuchamos en un anuncio “Que no nos miren los que no sueñan, los que piensan que todo está hecho, los que nunca amaron, los que se conforman con mirar”? Hace falta algo más que escuchar lo que otros dictan o piensan.

Y no es que la persona moderada sea por fuerza mediocre, pero, manteniéndose siempre en el mismo lado del rincón, acabará siéndolo. Los extremos, dicen, son peligrosos cuando se trata de obtener lo que uno quiere poseer. De repente, sólo por ser partidario de uno de los límites posibles, estamos obligados a justificar nuestra postura ante otros que ni siquiera tienen una. Pero, siguen diciendo, la estrategia que debemos emplear para vivir mejor (¿mejor?) es “Reserva tus fuerzas para después, no potencies al máximo tus aptitudes, no le descubras tu juego al contrario”. A primera vista, la mediocridad es un arma para conseguir cosas. En realidad, es la tumba que nos anula. Matamos y nos dejamos matar.

Quedándonos a mitad de camino ni nos sentimos defraudados por una existencia que no satisface expectativas, ni tenemos deseos de modificar la vida. La alimentamos poco para que no crezca, para que se quede como está. Queremos durar y que el mundo dure; lo de menos es cómo. ¿Para qué proponer una sección de cartas del lector en la revista de la empresa en la que trabajamos, si terminaremos leyendo las mismas medias verdades de siempre? ¿Para qué pedirle que se calle a quien, en el metro, ha empezado a decir que la mujer que estaba vendiendo pañuelos seguro que tiene quince o veinte millones en su país? ¿Para qué?, ¿para mejorar? ¡Bah, utopías! Dicen, además, que esto no tiene arreglo.

Dicen, dicen, dicen… Somos impasibles porque queremos, no porque nos digan que lo somos. Todo nos parece insuficiente: las empresas que obligan a sus empleados a firmar escritos de deontología que ellas no firman y que no las comprometen a nada; las casas de ensueño del futuro, enormes y vacías; la cantidad de post-its que necesitamos para organizarnos; los salarios de algunos, más altos que el producto interior bruto de muchos países del llamado Tercer Mundo; las colas que hacemos en la feria de turismo de turno para que nos den una foto de la playa; los barcos con esclavos a bordo; lo auténticos que son los seres humanos que se desplazan de un país a otro para mostrar su desacuerdo con la globalización, que, según ellos, reúne sólo a unos pocos; las tiendas que venden productos en cuya fabricación no se ha explotado a ningún trabajador; la cantidad de información y escasa formación de que disponemos; la mirada de otra persona, que encuentra la mía y sale enseguida disparada hacia el suelo. Pequeñeces, decimos; enormidades, pensamos. Reaccionamos tomando conciencia poco a poco y dejando de ser espectadores para convertirnos en actores e, incluso, directores y productores de vida.

Ilustración: Mikel Valverde

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