Julio 2001

El quintacolumnista

luis arturo hernández
Un paseo por el barrio

Pervive su imagen remota y confusa, en negro sobre blanco, en Las tentaciones de San Antonio de Flaubert. Uno de ellos se nos ofrecía, en blanco y negro, con el marcado deje mexicano de su sermón perdido en el Simón del Desierto de Buñuel.

Y reaparecían, mucho más recientemente, en ese cuento de Rafael Pérez Estrada titulado La ciudad cerrada (de El muchacho amarillo), entregados a tan idéntica como estéril tarea: “Supe que me hallaba ante los verdaderos estilitas, ciudadanos que habían elegido la mínima extensión de un capitel para vivir en ella. Encontré entre estos titiriteros del ascetismo gente verdaderamente voluntariosa.”

Encaramados a su columna diaria o semanal, los estilitas repueblan los capiteles de esa “ciudad de las columnas” que, más que La Habana, es hoy la prensa escrita.

Y hay, en dicha ciudadela de letra impresa, columnas de mucho fuste, que fustigan los vicios de los poderosos, y otras carentes de basa, aéreas, casi etéreas -se podría decir que invertebradas-, y otras con los capiteles tocados de las hojas del acanto de los poetas, que escriben desde la capital, capitalinos -o capitelinos mejor-.Y las hay corintias, desde las que los santos padres de la opinión pública proclaman los valores tradicionales con el integrismo paulino de las epístolas a los Corintios; e incluso salomónicas, sobre las que los Heresiarcas del conflicto imparten juicios de valor equidistantes, por encima del bien y del mal, con soluciones de rey Salomón, mientras no haya un Sansón que sacuda las columnas a diestra y a siniestra.

Almúedanos que llaman a la opinión pública y saltan a la arena desde su minarete o predicadores que sientan cátedra desde sus púlpitos, encumbrados en sus plumas estilográficas por sobre las arenas movedizas de la salvadera del cuarto poder, en columnas de todos los estilos que crecen en el peristilo del Templo de la Libertad.

Son los columnistas.Atlantes que cargan sobre sus hombros con los pecados del mundo o cariátides que desvelan con voz de pitonisa los misterios de lo cotidiano.

Y están, por fin, aquellos que citan al lector, concitando su adhesión o suscitando su desavenencia, parapetados tras el burladero de una columna, a modo de Lazari-llos, citándolo a “los medios”, incitando al ciego a descerebrarse contra el poste.

Columnistas que van cantando la palinodia, alzados sobre las balsas a la deriva de sus columnas en un naufragio inmóvil entre mares de tinta, en sus ejercicios de estilo-ahora que el estilismo es cosa capilar o de revisterío de moda y decoración-, encallados, encallecidos, encanallados -o acallados-, en una página cualquiera.Y, sobre ellos, la efigie del estilita, con su peculiar perfil de columnista, asomando al ventanuco del altillo por aquello de plantar cara, de dar la cara -de que no se caiga la cara de vergüenza-, ventrílocuo que maneja el tabanque de títeres de sus dedos so-bre el telón -de un artículo- de fondo, o manipulador de guante blanco, que corre un tupido velo o la cortina de humo sobre todo lo políticamente correcto, o de guiñol que, sacudiendo a diestro o a siniestro desbarata, con ingeniosos guiños de compli-cidad, el entramado grotesco que tejen los hilos del teatrillo de marionetas de la vida pública antes de hacer mutis por el Foro -ya acusado de perro de prensa, ya acosado por sectas venenosas-, desaparecido de la columnata de esa acrópolis.

Su fotografía se borrará -horroris causa- de la memoria del e/lector en la lápida funcional y a medida del texto -acaso por sobre una frase lapidaria, o una máxima sentencia-, callará su voz en el nicho del enterramiento vertical de las esquelas al tiempo que su esqueleto será sepultado bajo los pilares de la libertad de expresión.
“No pienses -se dice en La ciudad cerrada- que cuantos ves ahí arriba subieron en busca de la mortificación, camino único de salvación, algunos también lo hicie-ron para tener su propia columna, por el vicio horrible de ser dueños de alguna cosa, como si no les bastara con el suelo para arrastrarse; otros por la vanidad de llamar la atención, (...) ; también los hubo que se hicieron subir por la insolencia de destacarse en lo penitencial, esperando el aplauso que nunca dimos a nadie.”

Sin los intermediarios de la prensa diaria, emboscado entre las columnas de este propileo virtual de palabras en libertad, asoma a la sala hipóstila de la parroquia de LUKE, desde su quinta columna, estilita convicto y confeso, El Quintacolumnista.

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