Julio 2001

enrique gutiérrez ordorika
La literatura, un misterio interior

“De dónde surge ese espacio que hay en mí?
No lo sé.”

Wislawa Szymborska.

A principios de año se cumplió el 150 aniversario de la publicación de Moby Dick de Herman Melville, uno de esos pocos libros que por sí solos bastan para justificar toda una literatura. Una novela infinita, en cuya lectura –según Borges- uno tiene la sensación de que, página por página, el relato se agrandaba hasta usurpar el tamaño del cosmos. Desde entonces son muchas las lecturas y las interpretaciones que se han hecho sobre el contenido de este libro y las intenciones de su autor a las que algunos atribuyen grandes dosis simbólicas y otros, en cambio, sostienen que si se buscan símbolos se silencia el libro.

Un representante de estos últimos, E.M. Forster decía que “Nada se puede afirmar sobre Moby Dick, salvo que es una lucha. El resto es música”. Esta sugerente afirmación, seguramente, también es aplicable a todas sus lecturas y todos sus lectores. El capitán Ahab no es una figura tan diferente de nosotros, su monomaniática persecución de una ballena blanca no es muy diferente de la obsesión con la que se persiguen otras quimeras más cotidianas, y esa amarga y dolorida soberbia que se apoya en una sola pierna sobre la cubierta de un viejo barco ballenero, no es tampoco algo que no pueda equipararse con las cicatrices vitales de “navegantes” más cercanos.

El capitán del “Pequod” no es más que un buscador inquieto que tarde o temprano, descubre su fragilidad y se siente atormentado por esa nostalgia de la simplicidad que otro personaje de Melville llamaba “El sueño vengador”. Ahab es un cazador de dragones, un redentor que lanza su arpón contra seres imaginarios para ver si encuentra la humilde recompensa de una redención para sí mismo. Estas son lecturas que se pueden hacer en muchos rostros reflejados en cualquier espejo.

Herman Melville no sólo dejó uno de esos libros que justifican una literatura sino que además escribió varios más que cada uno por sí solo hubiera bastado para hacer un gran escritor. Entre ellos:“Casaca blanca”, “Benito Cereno”, que anticipa a Conrad, “Billy Budd, marinero”, inquietante alegoría sobre la falsedad de la rectitud de la justicia o “Bartleby, el escribiente”, una pieza maestra de la ficción corta que anuncia, con décadas de antelación, el universo literario de Kafka y en la que Melville, a pesar de trabajar con la dificultad de un personaje que se niega a actuar y a recordar, consigue construir un extraordinario relato.

No deja de resultar curioso que un relato como éste, que ha servido para inspirar a Enrique Vila-Matas un texto como el de “Bartleby y compañía” que ha puesto de moda la “Literatura del No”, fuera escrito por un autor al que no se puede inscribir dentro de ese concepto de la “Literatura del No” pero sí en el de escritor del “no”.

Melville es un singular propagador del “no” a las fáciles verdades a las que el hombre otorga rango de universalidad: “Porque todos los hombres que dicen sí mienten” -afirmaba-. El vivió navegando en el “no”, bordeando el vacío, y sin embargo, su “negatividad” fue sorprendentemente fructífera. Melville fue un escritor ignorado por la gran mayoría de sus contemporáneos, a los que su obra les pasó casi totalmente desapercibida. Una obra del tamaño del cosmos, como podría señalar de nuevo Borges en una especie de sarcasmo con el que un ciego diagnostica el tamaño de la ceguera a una muchedumbre de videntes.

Qué es vivir sino navegar en la inmensidad de un océano, persiguiendo la estela de alguna grandiosa sombra, levantando la cabeza de vez en cuando hacia el cosmos para trazar un rumbo con el brillo de una estrella que ni siquiera sabemos si todavía existe. Melville nos advierte “navegamos con órdenes selladas en esta fragata-mundo”, pero “vista desde fuera, nuestra embarcación es una mentira.” Y luego añade en voz de Casaca Blanca: “Fuera de nosotros mismos no hay misterio”.

La conclusión de Borges es que “la monomanía de Ahab perturba y finalmente aniquila a todos los hombres del barco”. Pero hay quien lo niega: esa afirmación no es cierta, hay un superviviente el es testigo que posteriormente cuenta la historia –nos dice el negador-. Sin embargo reabrimos el libro y comprobamos que el misterio persiste en el interior.

“Llamadme Ismael” nos dice el superviviente, como si fuera otro su nombre y no importara. La pregunta es si esto refuerza o debilita la conclusión borgiana. Quizás todos perecen, quizás el escritor no puede sobrevivir, quizás sólo se cuenta la historia o, dicho de otra manera, quizás es sólo la historia la que cuenta y engendra al lector y al misterio, quizás el océano es el que lucha con el cosmos y nosotros sólo ponemos el decorado de la tempestad. Quizás todo sea un misterio interior. Quizás vivir se reduzca a perecer persiguiendo una ballena blanca.

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