Julio 2001

El Paso

josé marzo
El individuo social

Todos recordamos aquel episodio del juez antiguo que, para resolver un litigio, comunicó su decisión de dividir en dos al niño disputado. Su estratagema dio resultado, pues la madre auténtica prefirió renunciar a su maternidad antes que a la vida del hijo.

El sentido común viene a decir que lo individual es aquello que no se puede dividir sin que deje de existir como tal. En el caso humano, esta afirmación admite matices. Podríamos amputarnos un dedo, o perder un brazo o una pierna, y aunque se habrían producido cambios en nuestra personalidad, no por ello dejaríamos de existir; también nuestras experiencias y las pruebas a las que nos vemos sometidos a lo largo de la vida van modificando nuestro carácter, pero no por ello, insisto, dejamos de ser en lo fundamental nosotros, porque nuestros recuerdos y nuestros proyectos, que forman un hilo difícil de romper, unen nuestro pasado con nuestro futuro. Memoria e ideación tejen la red de nuestra individualidad. La idea de individuo no es, pues, incompatible con la de cambio, excepto en casos extremos en los que cambios bruscos y traumáticos producen una ruptura con la personalidad anterior, dando lugar a un antes y un después irreconciliables.

La individualidad tampoco está reñida con la sociedad. Es fruto de la observación empírica el que, salvo en alguna ficción literaria, el individuo vive en sociedad, una sociedad regulada por códigos lingüísticos, normas de comportamiento, valores culturales, con una tradición histórica, leyes, instituciones... Frente a los sistemas morales y políticos que se han erigido sobre una idea de la naturaleza del hombre, la estricta observación de la realidad nos lleva a afirmar que el individuo es social, es decir, cultural, político, lingüístico, pero también que la cultura, el lenguaje y las instituciones no son estables y cambian y que el propio individuo contribuye como sujeto a su modificación.

El individuo es singular, pero también compuesto; su singularidad no se basa exclusivamente en hechos no sociales y privados, sino también en la específica disposición de los hechos sociales que lo componen, en su actitud ante ellos, dócil o conflictiva, y en su modo de relacionarse con el resto de los individuos de la sociedad.

No se puede, por lo tanto, hablar de individualismo y de colectivismo desde un prejuicio natural del hombre y de la sociedad, y siempre deben tenerse en cuenta dos evidencias: el individuo es aquello que no es divisible y siempre existe en sociedad.

Parece simple y hasta estúpido, y, sin embargo, algunos se empeñan en negarlo. Con frecuencia, suele hablarse del derecho individual como de un derecho natural, previo a la sociedad y a la política. Esto es falso. En la naturaleza no existe el derecho: los animales tan sólo viven o sobreviven, y o se mueren o son asesinados.

Pero volvamos al niño de la leyenda. Se da hoy la situación absurda de que su integridad vuelve a estar en peligro. Una de las madres, probablemente la madre falsa, ha modificado su estrategia. Prefiere que el niño muera antes que perderlo, y no está dispuesta a quedar en evidencia ante los tribunales. Ha difundido la idea errónea de que el derecho individual del niño es natural y así elude la justicia. A su alrededor, ya hace tiempo que todos olvidaron que el derecho a no ser dividido nació en un acto social, e ignoran que sólo en otro acto social podrían defenderlo.

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