Julio 2001

Bestiario

josé morella

Rosencrantz y Guildenstern han muerto o lo esencial de la vida está siempre encerrado en una habitación de la que yo nunca tendré llave ni noticia, que diría un profesor que tuve en la facultad y que tenía la facultad (desconcertantes, las polisemias) de decirnos siempre lo mismo con palabras distintas. El caso es que los del Bestiario (yo, la Sirena y los demás) nos fuimos todos sin pizca de alcohol en nuestros cuerpos, lo soplamos por la Biblia, al teatro a ver la obra antedicha, Rosencrantz y Guildenstern han muerto, de Tom Stoppard, un tipo que apenas conocíamos pero que merecería un cielo lleno de placeres pecaminosos sólo por haber escrito un texto como esa maravilla de la metafísica. Del trabajo dramatúrgico (o taumatúrgico) no diremos nada porque no nos vemos capaces; los críticos de prensa, por otra parte, emitieron juicios que leímos sesudamente, pero que se parecían tanto entre sí como mandarinas y quebrantahuesos. A nosotros simplemente nos encantó el trabajo de Juan Diego Botto, y lo demás no tanto pero sí. Es del texto que no podemos evitar decir alguna cosa. Se trata de un juego profundo pero delicioso que pretende ser un comentario crítico al Hamlet de Shakespeare. Su título es, de hecho, una cita de Hamlet, que se refiere a la marcha de los amigos de Ídem, Rosencrantz y Guildenstern, a Inglaterra para acompañar al protagonista. El nuevo rey de Dinamarca, que ha asesinado al padre de Hamlet y que yace con su madre, la reina, los ha utilizado en su conveniencia contra el Príncipe de la Melancolía. Shakespeare, en su día, se olvidó de Ros y Guil, como se llaman ellos mismos en la obra de Stoppard, y los dejó perdidos en el mar. Nadie más se acordó de ellos. Se van, en un barco, a Inglaterra. Y Stoppard simplemente se dedica a imaginar cómo se vería la obra de Shakespeare desde los ojos de esos pre-beckettianos personajes olvidados ahí, que esperan tener un papel clave para algo, ser el engranaje perdido que haga moverse a la peripecia, que esperan tener una misión, un por qué. Pero no lo tienen. Su función es coja. No saben qué tienen que hacer, el tiempo se ha parado: hasta doscientas veces seguidas sale cara en el juego de lanzar la moneda al aire. Y juegan, qué van a hacer. Por ejemplo, a las preguntas. Uno pregunta y el otro debe contestar con otra pregunta pertinente para la pregunta primera, y así hasta el infinito. El primero que afirma, pierde. ¿Cómo estás?/ ¿Por qué lo preguntas?/ ¿Qué crees que insinúo?/ ¿Acaso me sueles preguntar cómo estoy?/ y así hasta el infinito, verdadera metáfora de todo lo que tú quieras. Lo magistral del texto es que está constantemente a punto de dejarte en los brazos el niño de la certeza de tu propia miseria existencial para que te chupe toda la sangre con la que, sobrio y sano, habías acudido al teatro, y justo cuando vas a caer en la crisis más absoluta de tu vida, el texto (un ser casi vivo, un monstruo) va y se apiada de ti. Te hace reír. No se pueden decir muchas más cosas con sentido. De hecho, da la impresión de que fue escrito en pleno estado de embriaguez, del cual el espectador se contagia. T.S. Eliot, el gran Pope del New Criticism americano, creía que Hamlet era la peor obra de Shakespeare. Una mala obra. Lo creía porque, según él, la obra no tiene "correlato objetivo" definido. Es decir, a Hamlet no le pasa nada concreto. Su melancolía no tiene motivo, o no le parece al bueno de Eliot que sea suficiente el asesinato de su padre, y en eso tiene razón. Uno, leyendo Hamlet, se da cuenta de que Hamlet habla mucho, y de que su problema son sus propias palabras que se giran contra él. Cualquiera que quiera venganza, va y se venga. Pero Hamlet no se venga. Se suicida. Es un suicida. Muerto por su excesiva lucidez, por su capacidad de comprender la realidad, y comprender la realidad sin suicidarse es más bien raro, digo yo, pero no Eliot. Para Eliot todas las obras del gran Billy se explican gracias a un correlato objetivo: decir los celos, la maldad, la senilidad o el amor es lo mismo que decir Otello, Macbeth, Lear o Romeo, respectivamente. Pero con Hamlet no se puede. Hamlet es Hamlet. No podemos explicarlo. No se deja criticar. No hay un posible comentario crítico porque todo lo que decimos sobre él nos estalla en la boca, nos pone el estómago sentado sobre nuestra garganta hasta quebrarla y montar una sangría tipo matanza de Texas. Y el bueno de T.S. era un tipo muy pulcro y cristiano, sabe usted, y lo gore no le tiraba demasiado. Disciplina, hombre, disciplina. Buenos libros para poder explicar a los niños en la escuela los textos sagrados. Dos más dos cuatro. Borremos a Hamlet de la lista. Seguro que la escribió Chistopher Marlowe o cualquier otro gay isabelino y sanguinolento. Eso le gustaría a Eliot. Pero en el Bestiaro creemos que los mejores personajes de la literatura son aquellos que no se pueden explicar. O que podemos explicar muy mal. Si no, ¿para qué la literatura? En la lista hamletiana de personajes bomba viven Raskolnikov o Heathcliff, y por supuesto Ros y Guil. Stoppard hace el único comentario posible a Hamlet, que es aquel que muestra que no hay comentario posible al hecho maravilloso que consiste en levantarse cada mañana y preguntarse antes del afeitado qué hace delante de uno ese tipo con cara de imbécil en el espejo. Luego están los críticos calientacátedras tipo Vladimir Propp que escriben clasificaciones estúpidas sobre los tipos de personaje y las causas y los efectos. Pero la literatura más radical, aquella que frecuenta el margen por necesidad, escandalosamente inefable, está ahí al lado, riéndose de tanta tinta usada, de tanta masturbación intelectual. Eso me recuerda, como todo, a Cortázar. Una vez un crítico le dijo que había encontrado "la constante" en su cuentísitca. Le dijo que había descubierto que un personaje, Luis Funes, aparecía en un cuento suyo y, muchos años más tarde, volvía a salir por segunda vez en otro para suicidarse. Cortázar sólo recordaba que había utilizado el apellido Funes casi sin acordarse del antiguo cuento, quizá porque a veces cuesta mucho encontrar nombres, y a cada hijo de la familia Funes le puso un nombre de pila. Al suicida, le puso Luis. Y punto. Y luego llegó el crítico de turno a decir que había encontrado la constante de su cuentística. Ja. Como T.S. Eliot, que encontró lo que podíamos llamar la Constante Shakespeare y vino el pesado de Hamlet con su tufo danés a podrido para tirársela por los suelos. Eso no se hace, hombre.

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