Diciembre 2001

Bestiario

josé morella

Los textos que se escriben en periodo de guerra, y que tienen como temática la guerra, corren riesgo de ser censurados. Pero ninguna censura puede acallar la voz de un verdadero poeta. Es más, cuantos más esfuerzos se hagan para eclipsarle, y cuanto más poderosos sean los individuos o instituciones que pretenden esa desaparición, más obvia se hace, a la larga, la validez del texto. La censura es tanto más torpe cuanto más enérgica. Pero eso no significa que los textos no acusen el paso del tiempo. Todo lo contrario: el tiempo los hace multiplicarse, abrirse de sentidos; los matiza, los rompe, y les da a veces un sabor distinto, como el de una exótica fruta que creíamos haber probado pero que, sin dejar de ser la misma, no nos sabe como la primera vez . Todo esto lo digo porque en los tiempos guerra mediática y falsa en que vivimos (falsa no por los muertos, muy reales, sino por las motivaciones de los participantes) es muy interesante revisitar novelas de otras guerras. Un ejemplo de este tipo de clásicos odiados es Viaje al Fin de la Noche, de Ferdinand Céline. Recordemos: la acción se desarrolla durante la primera guerra mundial. El protagonista, Ferdinand, es un soldado francés que describe un mundo absolutamente dantesco. Un infierno sin sentido donde lo único real es la sensación de poder morir al minuto siguiente. Toda la novela tiene un horroroso tono de obra casi póstuma, como si el narrador estuviera tan a punto de morir que, por momentos, el tono de desapego por la vida se vuelve insoportable para el lector. Por eso el libro fue recibido como una monstruosidad por tantos críticos, que lo consideraron repugnante. El narrador abomina de Francia, del heroísmo, de la guerra, y acaba huyendo a África, a las colonias, donde sólo encuentra más podredumbre. Y de ahí a Nueva York (curioso, ¿no?), donde la podredumbre toma forma de fábrica de coches. Todo el libro es una lista de situaciones horrorosas que nos convierten, a los que disfrutamos de su lectura, en un club de masoquistas o morbosos. Se trata, en fin, de la descripción del mundo contemporáneo: un horror. Podríamos pensar que el que habla es un cínico, un burlón exagerado. Pero no. Simplemente describe la realidad tal y como es, solo que como ésta es tan brutal nos parece que se trata de la descripción de un cínico. En realidad, el mundo nuevo que aparece con la primera guerra mundial es un lugar donde no tiene sentido ser cínico. Cuando la única moral es la muerte, la risa del cínico da escalofríos. Un cínico como Diógenes, que ante la definición platónica de hombre (animal bípedo sin plumas) exhibía a carcajadas un pollo desplumado, ahora sólo tendría dos opciones: o dejar de ser cínico o llevar su cinismo hasta el extremo: el suicidio. Se da la paradoja de que en nuestros tiempos, el único cínico verdadero sólo puede ser un optimista; un tipo que, por cinismo, ha dejado de ser cínico; se ha convertido a la crueldad y la impunidad. El Diógenes de nuestra época, ¿sería Bill Gates? Quizá, pero su risa no es una forma de conocimiento, como en el cínico clásico, sino más bien una forma de delirio, de megalomanía; su optimismo es el del que se enriquece con la alienación ajena. Este tipo de cínico no posee la generosidad de la antigua secta del perro, que rebosaba sabiduría: eran pedagogos que lo seguían siendo mientras se masturbaban en la plaza pública o se reían de los discursos de Platón. Diógenes no podría volver a vivir hoy. Se mataría. Según esta paradoja del cínico-optimista, un cristiano puede ser un cínico inigualable. Claro que no sirve al revés: no todos los optimistas son cínicos. Hay optimistas congénitos, tipo Bush, pero llamar cínico a Bush es darle un estatus mental que no se merece. Bush es un optimista agresivo por inercia, por herencia, casi por obligación. Por estupidez, vaya. Céline, sin embargo, era un anticínico. Su lenguaje es irreverente, pero el narrador le queda triste, desgraciado. Su idioma es el de la rabia contra el mundo. Al fin y al cabo, Diógenes era feliz. Podía vivir en el lenguaje, en el humor, en la risa. Se reía del mundo y el mundo, en cierto modo, se lo agradecía. Pero Céline no puede. Su hábitat le convierte en un detritus de cínico. Es, a su pesar, el primer trágico del mundo nuevo. Y sabe mostrarnos la verdadera diferencia entre lo moderno y lo antiguo, válida para leer la situación de guerra actual. Para Céline, claro, dicha diferencia es la que hay entre los tiranos antiguos y los modernos. En la página 83 de la edicion de Edhasa podemos leer lo siguiente: “Os lo aseguro, buenas y pobres gentes, gilipollas, infelices, baqueteados por la vida, desollados, siempre empapados en sudor, os aviso, cuando a los grandes de este mundo les da por amaros, es que van a convertiros en carne de cañón... Es la señal... Infalible. Por el afecto empiezan. Luis XIV, conviene recordarlo, al menos se cachondeaba a rabiar del buen pueblo. Luis XV, igual. Se la chupaba por tiempos, el pueblo. No se vivía bien en aquella época, desde luego, los pobres nunca han vivido bien, pero no los destripaban con la terquedad y el ensañamiento que vemos en nuestros tiranos de hoy. No hay otro descanso, se lo aseguro, para los humildes que el desprecio de los grandes encumbrados, que sólo pueden pensar en el pueblo por interés o sadismo”. ¿Imaginan a Céline como lectura obligatoria en los colegios de Manhattan y Kabul? Por supuesto que no. Él fue el último, apagó la luz y cerró la puerta.

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