Diciembre 2001

Chemin de ferre

ana santos
El león y el ratón

Decía Henri Zerner que encerradas en su silencio, las obras de arte se quedan mudas si no se las somete a interrogatorio. Este mutismo ha sido, durante largo tiempo, rasgo esencial del arte oriental que por no ajustarse a los cánones de la estética clasicista quedó relegado a pequeños apéndices en obras de referencia.
El arte fenicio fue uno de tantos damnificados por estas concepciones que poco o nada tenían que ver con la práctica investigadora. Sus artistas, a través del trabajo especializado en piezas de pequeño formato, como este marfil del siglo IX a.C. procedente del palacio de Nimrud, consiguieron sintetizar el universo simbólico que les daba sentido, sin dejar por ello de responder a los criterios prácticos y funcionales que del arte se exigían. No necesitaron como otras civilizaciones mediterráneas contemporáneas la gran estatuaria para expresar la riqueza de un imaginario configurado en el mundo de las navegaciones y de las relaciones con otras sociedades mediterráneas. El intercambio comercial traducido en intercambio cultural proporcionó a sus manifestaciones artísticas ese carácter ecléctico y sincrético que para la mirada eurocéntrica sólo significó falta de originalidad. Y que, sin embargo, desde la experiencia del arte contemporáneo le confiere un valor de modernidad cercano a sus propios presupuestos.

Muestra esta exquisita talla una escena cruenta en la que un hombre es devorado por un león. El león es la fuerza, el poder y la realeza, el hombre malherido y atrapado entre sus fauces el enemigo.

La indudable maestría con que fueron labradas estas figuras no evita que el corazón se encoja al reconocer en los suaves trazos imágenes cercanas.

La belleza no impide que aquel loco caballero manchego se pregunte: ¿Cuán menos son los premiados por la guerra que los que han padecido en ella?

Igual da el nombre que le demos o el color con que la pintemos en la noche

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